El inicio de un año judicial no es más que otro de los muchos atavismos con los que se rodea una administración de justicia que dista mucho de estar adaptada al momento histórico en que está operando, dando así una imagen en blanco y negro de uno de los poderes del Estado.

Con motivo de tan inocua como celebrada fecha, han aprovechado algunos para exigir un respeto a la independencia judicial y, de pasada, recriminar a los políticos dos cosas: que no hayan sido aún capaces de renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y que no modifiquen la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de forma tal que los miembros del CGPJ sean elegidos solo por y entre los propios jueces.

En realidad, todo no es más que parte de una medida estrategia para, una vez más, forzar al Partido Socialista a llegar a un acuerdo que colme los deseos y expectativas de los de siempre y, así, poder seguir consolidando un poder carente de cualquier contrapeso y, por tanto, alejado de un esquema democrático.

Pensar, o hacer creer, que el problema de la Justicia española radica en la falta de independencia es aberrante porque los males que aquejan a la administración de Justicia no son esos ni mucho menos… lo que pasa es que enarbolando esa bandera se pueden conseguir otros logros que vayan en la dirección de consolidar un poder que, poco a poco, se va convirtiendo en despótico.

La independencia judicial, en España, está garantizada desde el punto y momento en que cada juez, individualmente considerado, es, sin duda, independiente para tomar las decisiones que, conforme a derecho, considere que debe tomar; son independientes porque tienen garantizada, entre otras cosas, la inamovilidad.

Insisto, el problema no es que carezcan de los instrumentos necesarios para actuar independientemente y así lo demuestran, día a día, miles de jueces anónimos a través de todo el territorio del Estado.

Las altas instancias jurisdiccionales carecen de la necesaria imparcialidad porque tienen unas convicciones, intereses y agenda política que les impide aproximarse a los diversos asuntos con la necesaria imparcialidad.

Los principales males que acechan a la administración de justicia no son exógenos sino endógenos y radican, principalmente, en las más altas instancias jurisdiccionales.

La administración de Justicia, especialmente en las altas instancias jurisdiccionales, padece de falta de imparcialidad y de etnocentrismo normativo. Me explicaré.

Las altas instancias jurisdiccionales carecen de la necesaria imparcialidad porque tienen unas convicciones, intereses y agenda política que les impide aproximarse a los diversos asuntos con la necesaria imparcialidad. Los ejemplos son muchos, pero en los últimos años se han ido haciendo más y más patentes.

No se trata de exigir que los jueces no tengan ideología, eso sería un absurdo e incluso nefasto, el problema es que en las altas instancias jurisdiccionales la ideología les gobierna a la hora de interpretar y aplicar la Ley y, justamente por eso, muchas, demasiadas veces la tostada cae por el mismo lado.

Es esa misma adscripción ideológica y el afán de implantar tales criterios, lo que les impide interpretar y aplicar la Ley con criterios democráticos y ello se ha hecho patente, cada vez más, cuando por parte de determinados partidos políticos se pretende una judicialización de la política que se refleja, luego, en resoluciones aberrantes.

La falta de imparcialidad, por adscripción ideológica, es tremendamente compleja de detectar hasta el momento en que se pierde la vergüenza y comienzan a sucederse resoluciones que nadie en su sano juicio logra comprender si no lo hace desde una concreta mirada ideológica. Ejemplos hay muchos y a todos nos vienen a la mente.

Tan compleja es de detectar como fácil de confundir la falta de independencia con la falta de imparcialidad, pero no son lo mismo aún cuando a esos mismos e ideologizados jueces ya les conviene generar tal confusión para, de esa forma, atribuir los males de la Justicia a los políticos.

Insisto, confundir la falta de independencia con la falta de imparcialidad no solo es un error sino, también, representa hacerles un gran favor.

El segundo de los grandes males, y que no siempre se limita a las altas instancias jurisdiccionales, es el etnocentrismo normativo que los lleva a negar una realidad cada día más abrumadora: el derecho de la Unión es tan propio como el surgido de las Cortes.

Huyen, como quien escapa de la peste, de un derecho que no solo ha venido para quedarse, sino que, además, conlleva un compromiso con determinados valores que muy difícilmente serán asumidos por quienes se ven como garantes no ya de la legalidad sino de las esencias del espíritu nacional.

Pretender vivir de espaldas al derecho de la Unión es una especie de política del avestruz mediante la cual se niegan a ver la realidad y a ello hay que sumarle algo que es mucho más relevante: en materia de derecho de la Unión, quien da la interpretación correcta de dichas normas no es una alta instancia jurisdiccional nacional sino el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) que tiene unas reglas de funcionamiento, unos principios rectos y una dinámica de actuación que encajan muy mal con la agenda política y con la adscripción ideológica que se vive en las altas instancias jurisdiccionales.

No se trata de renovar nombres, caras ni cargos, sino de reformar la administración de justicia de tal forma que no solo esté garantizada la independencia judicial, sino, sobre todo, tanto su imparcialidad como el apego a una interpretación democrática del derecho

La combinación de estos dos grandes males —falta de imparcialidad y etnocentrismo normativo— no se supera, siquiera, con la renovación del CGPJ sino con una reforma de mucho más calado que tendría que atravesar a la judicatura tanto en el plano vertical como en el horizontal; se requiere una reforma integral para la cual se necesitaría, entre otras cosas, una determinación y una visión de Estado que dudo exista en estos momentos.

Pensar que una vez renovado el CGPJ habrán desaparecido los males que encorsetan a la Justicia nacional es no pensar o pensar desde una perspectiva tremendamente ingenua y, sin duda, si se quiere avanzar en un proceso de democratización, lo que se necesita es actuar con radicalidad democrática, con valor y con luces altas, las propias de los estadistas, para, de una vez por todas, dar un vuelco a un poder del Estado que nos tiene anclados en el Siglo XIX o en la parte más oscura del Siglo XX.

En resumidas cuentas, no se trata de renovar nombres, caras ni cargos sino, partiendo de los criterios y estándares europeos, de reformar la administración de justicia de tal forma que no solo esté garantizada la independencia judicial, que hoy lo está, sino, sobre todo, tanto su imparcialidad como el apego a una interpretación democrática del derecho que es lo que falta en estos momentos.

No existe un problema de independencia judicial —alegarlo es faltarle el respeto a miles de jueces que día a día hacen uso de dicha independencia— sino que unas altas instancias jurisdiccionales claramente ideologizadas y, por ende, parciales, no han sabido adaptarse y dar el paso de una justicia franquista a una europea que, por definición, resulta previsible y segura.

Los males de la Justicia en España son de tal calado que cuanto antes se asuma dicha realidad antes podremos avanzar en solucionar un problema que, entre otras cosas, genera una tremenda inseguridad jurídica. En definitiva, un sistema en el que, ante un mismo supuesto, conviven la doctrina Botín con la doctrina Atutxa no es ni serio ni seguro.