Ahora que ya tenemos fecha para el “desconfinamiento de la justicia”, no son pocos los temas que se deberían plantear, pero, lamentablemente, nada indica que vayamos por el buen camino respecto a lo que realmente necesita la justicia para poder actuar como elemento esencial de lo que debe ser un estado democrático y de derecho. Por lo que se puede ir viendo y leyendo, todos los esfuerzos irán destinados a la “agilización de la justicia”, como si esa fuese la auténtica solución a los problemas que la aquejan.

La justicia, entendida como un servicio público y un poder —incluso un contrapoder— necesario en cualquier estado democrático y de derecho, requiere mucho más que un proceso de agilización. Necesita modernizarse y, abandonando los parámetros del siglo XX o del XIX, adentrarse definitivamente en lo que será el siglo XXI que, así lo dirán algún día los historiadores, comenzó tras el surgimiento de esta pandemia que tantas costuras está dejando a la vista y poniendo a prueba.

La justicia con la que contamos es aún analógica, su parte digital no es más que una representación informática de un mundo y una mentalidad analógicas y, por tanto, ni puede ser eficiente ni puede ser eficaz ni podrá dar respuesta a las necesidades de una sociedad que va a ser muy distinta de aquella que conocíamos antes del confinamiento.

Algunos ejemplos que permitirán entender mejor que la solución no pasa por agilizar sino modernizar la justicia:

  • ¿De qué sirve tener digitalizados los procedimientos si los funcionarios de justicia y los jueces solo pueden conectarse a las aplicaciones informáticas desde los ordenadores de los juzgados, por falta de medidas de seguridad?
  • ¿De qué sirve tener todo digitalizado si la única “certeza” que como tal se admite es la copia en papel de cada resolución que, además, va firmada caligráficamente?
  • ¿De qué sirve aumentar o renovar los ordenadores si cuando hay que hacer las notificaciones a los ciudadanos —testigos, víctimas, etc.— se tienen que hacer en persona y por correo certificado con acuse de recibo?
  • ¿De qué sirve que esté todo digitalizado y lo presentemos por Lexnet si la demanda, para el demandado y las demás partes, tenemos que seguir presentándola en papel?
  • ¿Por qué hay que acudir a la notaría para dar un poder para pleitos si se debiera poder hacer electrónicamente, que sería más fácil, ágil y barato?
  • ¿De qué sirve que esté todo digitalizado si, por ejemplo, para hacer efectiva la libertad de un preso el agente judicial tiene que ir en persona a la prisión a notificarle al preso y a la propia prisión el auto de libertad?
  • ¿De qué sirve que esté todo digitalizado si cuando se acude a un juzgado a hacer algún trámite, el mismo se documenta en papel que uno firma, caligráficamente, y luego se incorpora al procedimiento, en papel, guardándose una copia en formato digital?
  • ¿De qué sirve que el juicio sea oral si cuando al comienzo de este se quiere aportar algún documento hay que llevar tantas copias, en papel, como partes existan en el procedimiento?

La agilización de la justicia siempre será a costa de los derechos de los ciudadanos, pero la modernización lo sería a favor de todos nosotros y, sobre todo, implicaría un auténtico proceso de democratización de una administración anclada en el siglo XIX

Como estos, hay muchos más ejemplos a través de los cuales podríamos graficar algunos de los males que afectan a la justicia en España, pero otros apuntan hacia unas formas inadecuadas de impartirla y que tienen mucho más que ver con la concepción que se tiene de lo que ha de ser la administración de justicia, quiénes han de participar en ella y cómo debe aplicarse la ley. Por eso, la solución no pasa por medidas de agilización, sino por un auténtico cambio de modelo.

Necesitamos integrar las nuevas tecnologías en el ámbito de la administración de justicia, combinarlas de manera segura con instrumentos de participación y coordinación ciudadana que permitan una mayor agilidad en su desempeño, pero, sobre todo, debemos asumir que el principal desafío modernizador pasa por el cambio de entendimiento sobre lo que ha de ser una moderna administración de justicia, cómo debe aplicarse la ley y quiénes deben participar en ello.

El trabajo jurídico, especialmente, en el ámbito judicial, requiere no solo del uso intensivo de las nuevas tecnologías, sino que, además, requiere que el mismo venga revestido de una serie de medidas de seguridad que impidan el acceso al mismo de quienes no son parte de un proceso determinado, su alteración por parte de cualquiera y, también, de una interactuación segura, eficaz, eficiente y rápida con los operadores jurídicos y con los ciudadanos. Todo ello es posible, pero requiere de voluntad política y una fuerte inversión.

Ahora que la justicia se “desconfinará”, no podemos olvidar que parte importante de su paralización se ha debido a las propias condiciones en la que la misma se desempeña y en tiempos de incertezas médicas, de posibles y sucesivas nuevas oleadas de esta misma pandemia o de otras futuras que puedan venir, es inevitable plantearnos la reforma integral de la justicia si no queremos vernos, de aquí a poco tiempo más, tan paralizados como llevamos desde marzo.

Pero no todo lo que atañe a la modernización de la justicia es tecnológico, uno de los mayores desafíos al que nos enfrentamos es mucho más complejo y requiere de mayores dosis de voluntad política y de capacidad de autocrítica por parte de los diversos operadores jurídicos involucrados en o con la administración de justicia.

Así, junto con lo tecnológico, debemos asumir que no es sostenible seguir con unas estructuras de poder judicial que mal se corresponden con una moderna democracia. Tampoco es asumible mantener un sistema de progresión profesional de los jueces basado en criterios distintos a los méritos profesionales objetivamente ponderados ni uno de acceso a la carrera judicial que se base exclusivamente en la buena memoria.

En cualquier caso, resulta mucho menos asumible aún el mantenimiento de un entendimiento y aplicación de las leyes marcadamente autárquico como si las únicas normas a conjugar fuesen las internas, cuando somos parte integral de una unión que va mucho más allá de lo económico.

En realidad, parte de lo más urgente es asumir la necesidad de abandonar esa suerte de nacionalismo jurídico-judicial imperante para, desde una perspectiva moderna e integradora, avanzar en un proceso de modernización que se desprenda de una justicia nacional decimonónica y la convierta en una perfectamente integrable en el panorama europeo.

Una crisis puede ser una oportunidad y, aquí y ahora, tenemos una ocasión única para abordar, de una vez por todas, un auténtico proceso de modernización —también de europeización— de la justicia para que coja un ritmo, un nivel y una calidad que no se alcanzará con medidas de agilización sino de modernización.

La agilización de la justicia siempre será a costa de los derechos de los ciudadanos, pero la modernización lo sería a favor de todos nosotros y, sobre todo, implicaría un auténtico proceso de democratización de una administración anclada en el siglo XIX que no está preparada para afrontar los desafíos que nos plantea este siglo XXI que, en términos históricos, acaba de comenzar.