Gobernar no debería reducirse a resistir en el cargo ni a la práctica constante del cálculo electoral. La función del Ejecutivo, desde una perspectiva constitucional, es otra mucho más exigente: administrar con responsabilidad el poder que la ciudadanía le confiere, gestionar con eficacia los recursos públicos y garantizar que los servicios funcionen en beneficio de todos. Lo que hoy observamos, sin embargo, es una degradación de esa función. El Gobierno ha sustituido la lógica de la gestión responsable por la de la supervivencia, ha dejado de concebir el poder como instrumento de transformación para convertirlo en un fin en sí mismo. En esa deriva se encuentra la raíz de muchos de los males que aquejan a los servicios públicos y a la confianza ciudadana en las instituciones.

El poder político en democracia no es un premio que se disfruta, es una carga que se administra con el objetivo de hacer efectivos los deseos mayoritarios de los ciudadanos respetando los derechos de todos. La Constitución no atribuye al Gobierno el mandato de perpetuarse, sino la obligación de actuar con eficacia, objetividad y servicio al interés general. Pero la realidad revela otra cosa: un Ejecutivo que legisla y actúa en función de lo que le resulta útil para prolongar su permanencia en el poder, no de lo que el Estado y los ciudadanos necesitan. Esa diferencia altera la esencia del sistema. Las reformas se anuncian no para mejorar la justicia o los transportes, sino para apaciguar coyunturas, ganar tiempo o neutralizar adversarios. La política se convierte así en tacticismo y la gestión pública en un terreno erosionado.

La justicia continúa colapsada, con tasas de asuntos pendientes que sitúan a España entre los países menos eficientes de Europa, con plantillas insuficientes, sedes obsoletas y una digitalización desigual a la vez que tramposa. El sistema ferroviario es otro ejemplo clamoroso: mientras se han invertido miles de millones en líneas de alta velocidad infrautilizadas, las redes de cercanías y media distancia, utilizadas por millones de ciudadanos cada día, se hunden entre averías, retrasos y material rodante en ruinas. A ello se suma la fragmentación competencial, que deja al ciudadano atrapado en un laberinto administrativo donde nadie asume responsabilidad y todos se excusan en normas o falta de competencias. La administración estatal permanece encorsetada en burocracias anacrónicas, incapaz de adaptarse a las nuevas tecnologías o de responder con agilidad a emergencias y crisis.

Lo grave no es que existan deficiencias, sino que se han convertido en permanentes, en una forma de gobierno que ya no pretende corregir lo que falla, sino sobrevivir entre sus ruinas

Estos problemas no son fruto de la fatalidad ni de la coyuntura económica, sino la consecuencia de un Ejecutivo sin visión ni planificación estratégica, incapaz de proyectar a largo plazo; en definitiva, un ejecutivo más centrado en el timeline de sus redes sociales que en los problemas de los ciudadanos. Lo grave no es que existan deficiencias, sino que se han convertido en permanentes, en una forma de gobierno que ya no pretende corregir lo que falla, sino sobrevivir entre sus ruinas. Se ha abandonado la idea misma de gobierno como proyecto de Estado.

La mirada desde Catalunya pone de relieve esa ausencia con mayor claridad. Aquí, el deterioro de los servicios estatales no solo se percibe como un fallo de gestión, sino también como la confirmación de que el Ejecutivo central actúa con un doble rasero: utiliza el marco competencial para eludir responsabilidades, pero al mismo tiempo se reserva aquellas áreas que le permiten mantener control político. En justicia y transportes, la desatención es constante y la respuesta habitual es culpar a otros niveles de gobierno, mientras se inauguran proyectos vistosos en territorios donde la rentabilidad política es mayor. En Catalunya, donde la exigencia de trato equitativo con las instituciones propias es especialmente sensible, esta dinámica se percibe como desinterés y como prueba de que el Gobierno no gobierna para todos, sino para sí mismo.

Esa es la verdad incómoda: no estamos ante una justicia bloqueada, sino instrumentalizada por cambios normativos que desvían la atención y no resuelven las causas de fondo

La crítica más contundente a este modo de gestionar no requiere posturas ideológicas extremas. Basta con confrontar la práctica gubernamental con la propia Constitución. El artículo 9.3 garantiza la seguridad jurídica, la interdicción de la arbitrariedad y la responsabilidad de los poderes públicos. El artículo 103.1 ordena que la Administración sirva con objetividad a los intereses generales, de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización y coordinación. El artículo 31.2 establece que el gasto público debe responder a criterios de eficiencia y economía. Y, sin embargo, ¿qué observamos? Una justicia que tarda años en resolver y en la que las reformas legales no afrontan los problemas reales ni garantizan independencia, sino que otorgan más margen al Ejecutivo. En lugar de diseñar medidas que aseguren una mejor administración, se impulsan reformas pensadas para consolidar la impunidad de quienes gobiernan. Esa es la verdad incómoda: no estamos ante una justicia bloqueada, sino instrumentalizada por cambios normativos que desvían la atención y no resuelven las causas de fondo.

Las consecuencias de esta ausencia de proyecto son evidentes y corrosivas: ciudadanos frustrados que ven cómo los servicios que sostienen con sus impuestos se degradan, instituciones debilitadas que pierden legitimidad al percibirse como politizadas o ineficaces, y un futuro hipotecado porque la falta de planificación impide abordar retos decisivos como la transición energética, la digitalización o el cambio demográfico. Cuando un Ejecutivo convierte su supervivencia en el único horizonte, lo que queda atrás es una democracia empobrecida, incapaz de transformar y de ofrecer certezas, caldo de cultivo de populismos fanatizados.

Conviene insistir en algo esencial: gobernar no es resistir ni disfrutar de las ventajas del cargo. Gobernar es administrar con visión de futuro, garantizar que la justicia funcione, que los transportes sean fiables y que los servicios públicos respondan a las necesidades reales de la sociedad. El poder que surge de las urnas no es un botín personal ni un escudo partidista, es un encargo constitucional que obliga a gestionar con responsabilidad, planificar con seriedad y ejecutar con eficacia. Cuando esa diferencia se olvida, la democracia se vacía de contenido y la política se convierte en puro teatro.

La crítica a la gestión del Gobierno no se agota en la enumeración de errores ni en la denuncia de casos aislados. Lo que se debe denunciar es más profundo: la desnaturalización de la función ejecutiva. Un Ejecutivo que reduce su acción a sobrevivir deja de gobernar en el sentido constitucional. Esa deformación empobrece la política y degrada los derechos de los ciudadanos, porque sin un proyecto real la Constitución queda reducida a un texto retórico, sin eficacia transformadora. España y Catalunya necesitan gobiernos que gestionen el poder en lugar de aferrarse a él, que inviertan donde hace falta, que planifiquen más allá de la inmediatez o del timeline y que reformen con criterios de eficacia y justicia. Necesitan, en suma, Ejecutivos conscientes de que su verdadera fuerza no está en durar un día más en el cargo, sino en transformar la vida de quienes los sostienen con su confianza.