El verano es un tiempo propicio para encontrar tiempo para muchas actividades que quedan en un segundo plano durante el resto del año. Nosotros nos encaminamos hacia la tierra firme, tierra de mis abuelos, donde todavía tenemos familia. Nos espera una casita que mis padres construyeron con muchos esfuerzos. El verano es tiempo de bonanza y, en el campo, la fruta, la hortaliza y la verdura, maduradas en el árbol o en la mata (y como ahora se dice a menudo, de kilómetro cero) tienen otro olor y otro sabor. Padres, hijos y sobrinos bajo el mismo techo, donde las puertas están abiertas para dejar pasar el aire, y las persianas sólo se bajan para mantener el calor fuera. Cuando no había tanta iluminación en las calles, desde la terraza podíamos ver las lágrimas de San Lorenzo, ahora cuesta un poco más.
En verano somos muchos para comer, y una de las cosas que más reencuentro es la cocina que toda la vida se ha hecho en casa. Esas comidas que llenaban la mesa cuando yo era pequeña, esas comidas que, todavía hoy en día, todos miramos con cara de hambre y de las que no dejas ni las migajas porque se rebaña todo lo que queda con pan. Me gusta cocinar y remover cazuelas, pero no puedo hacerlo muy a menudo durante el año. Hoy éramos dos en la cocina, mi hija se ha apuntado a ayudar. Mientras iba removiendo el sofrito en una cazuela y en la sartén de al lado se iba cociendo la samfaina, con buen aceite y poco a poco, me pregunta: "Y a ti, ¿quién te ha enseñado a cocinar así? ¿La yaya?". Le respondo que sí, que mi madre cocinaba muy bien y yo la había ayudado muchos años, así había ido aprendiendo, un día a hacer un sofrito, otro día a hacer un pollo asado con pasas y piñones. Entonces, me pregunta: "Y a la yaya, ¿quién le enseñó a cocinar? ¿Su madre?". Me la miro y le digo: "Sí, tu yaya aprendió de tu bisabuela". Y seguramente, ella de su madre...
No hemos dicho nada más, de lo atareadas que estábamos, pero creo que las dos éramos muy conscientes de que, como quien no quiere la cosa, estábamos cocinando, con muy poca variación, siguiendo la tradición y la manera de cocinar de nuestras tatarabuelas, las cuales fueron transmitiendo las recetas de su casa, cómo cocinar y cómo ir añadiendo los ingredientes para que quedaran más sabrosos, y cómo aprovechar todos los restos de comida porque no se podía echar a perder nada. En el fondo, hoy he sentido un pequeño momento de trascendencia, siendo la depositaria de una parte la sabiduría culinaria de estas tierras, desde mis ancestros hasta mi abuela y mi madre, y al mismo tiempo, la transmisora a mi hija. Quizás también, quién sabe si algún día, a mis nietos. Hoy mismo he decidido que cuando me jubile y tenga tiempo, escribiré las recetas y los ingredientes y las pequeñas manías y truquitos que hemos hecho siempre en casa cuando cocinamos. Un legado antiguo y suculento, que puede ir complementándose con nuevas recetas... pero siempre el olor y el sabor les recordará la cocina de la bisabuela, de la yaya y de la madre. Un legado de cultura culinaria y sabiduría ancestral.