Estamos de nuevo a las puertas de la Navidad, un acontecimiento tratado de manera vergonzante por parte de muchos dirigentes políticos, que parecen deberse más a lo que digan quienes no comparten la tradición que a las personas que en nuestro país creemos que ese día tenemos algo grande que celebrar. El modo en que buena parte de Catalunya ha acabado escondiendo belenes y postergando a la Sagrada Familia "para no ofender" es absurdo y, como Francia ya comprobó, contraproducente. Porque más allá de creencias religiosas concretas, la Navidad es el resumen y recordatorio de lo que significa formar parte de la humanidad y el sentido profundo —tan profundo como postergado— del sacrificio. La Navidad simboliza que quienes más pueden se ponen al servicio de los que son menos o incluso nada en la valoración social; curiosamente, los ateos más recalcitrantes reclaman en la sociedad y en la política esa actitud, y por eso aplaudieron cuando el papa Francisco decidió lavar y besar los pies de un grupo de presidiarios una Navidad de hace algunos años. Pues bien, lo que con ello hacía era tomar ejemplo de algo mucho mejor y mayor, la historia de Jesús de Nazaret, que es la historia del liderazgo desde la renuncia, esa que no se ve salvo al mirar atrás y comprobar lo que ha significado a lo largo de más de dos mil años.
Como suele ocurrir, solo se aprecia después, y es así que, una vez muerto Jesús y reunidos casi en secreto los atemorizados apóstoles, se manifiesta de nuevo en Espíritu Santo, iluminando su conciencia hasta el punto de que su martirio y muerte por dar testimonio de la Verdad ya no fueron para ellos causa de temor, sino alegría por formar parte del legado cristiano: servir hasta abandonar el yo, justo lo contrario de lo que el individualismo hedonista de unos y el gregarismo diluyente de otros reivindican en la actualidad.
No hay nada objetable en el mensaje de la Navidad. El sacrificio, la familia, la austeridad material, la riqueza espiritual, la solidaridad humana, la crítica del poderoso inmisericorde…
Navidad es entender el papel fundamental que estamos llamados a cumplir, repartiendo por el mundo la buena nueva y siendo, en la medida de lo posible, capaces de despertar las conciencias humanas. Quienes miran atrás hacia aquel tiempo único que simboliza el nacimiento de Jesús, descubren que aquel que se reunía con la gente a ritmo de parábola o se enfadaba en el templo ante mercaderes avariciosos, les decía que el verdadero reino no es de este mundo, pero al tiempo también les dejaba ese mensaje revolucionario y tan poco entendido de que los pobres heredarán la tierra y que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que conseguir un rico entrar en el reino de los cielos.
No hay nada objetable en el mensaje de la Navidad. El sacrificio, la familia, la austeridad material, la riqueza espiritual, la solidaridad humana, la crítica del poderoso inmisericorde… Me pregunto por qué hasta ahora no lo ha reivindicado Meloni frente al árbol de Navidad, aunque no sean incompatibles. Pero, en todo caso, bienvenida sea. Feliz Navidad.
