El crecimiento actual de la extrema derecha en las democracias occidentales no es ajeno a los comportamientos de la izquierda en las últimas décadas.

En los "treinta años gloriosos" de la segunda posguerra (1945-1975), en los que se desarrollaron los estados del bienestar europeos, se estableció el llamado consenso social-liberal (R. Dahrendorf): con independencia de cuál fuera el partido ganador de las elecciones, tanto el centroderecha como el centroizquierda implementaban políticas basadas en el estímulo de la demanda (consumidores). Fue un tiempo en el que la lógica económica parecía congruente con el combate contra la pobreza y las desigualdades. Economía y ética avanzaban juntas. La socialdemocracia era la perspectiva ganadora. En la Europa occidental triunfaban las ideas de Keynes en el ámbito económico y las de Eduard Bernstein en el ámbito político.

Con la crisis de los años setenta, el panorama cambió. El keynesianismo ya no resultaba eficiente y la orientación general a partir de los años ochenta pasó a ser el estímulo de la oferta y del mercado. Era la década de Reagan y Thatcher, que finalizó con el hundimiento del modelo socialista (caída del muro de Berlín; fin de la Guerra Fría).

En los primeros años noventa, se extendió un optimismo generalizado: creencia en la expansión de la democracia liberal, crecimiento sostenido, etc. Eran los tiempos del "fin de la historia". El impulso hacia un modelo de privatizaciones y de globalización neoliberal fue impulsado por líderes como Clinton, Blair y, posteriormente, Schröder y Obama. Es decir, por partidos de izquierdas o progresistas. Se impuso de nuevo un consenso ideológico, pero ahora para implementar políticas orientadas a la privatización y el mercado.

Hasta que llegaron las crisis del 2008 y 2012, rematadas por el aumento de las migraciones internacionales. Después vendrían las victorias electorales de Trump, la pandemia y las guerras de Ucrania y Gaza. En esta etapa, en la que todavía nos encontramos, la socialdemocracia y otras izquierdas han pasado del seguidismo de la derecha, de ser una "izquierda de agua" que se adaptaba al recipiente de los nuevos tiempos, a ser una "izquierda de aire", etérea, sin un proyecto alternativo.

Algunos partidos han buscado refugio programático en el universalismo moral (apelar a valores abstractos) y en una ampliación de los derechos de carácter liberal, especialmente en el ámbito de las identidades de carácter sexual, cultural, del feminismo o de la ecología. Es la llamada izquierda woke (una palabra procedente de las luchas antirracistas de EE.UU.) que entronca con algunas reivindicaciones emancipadoras de mayo de 1968.

Este giro woke ha erosionado el vínculo tradicional entre los partidos de izquierda, las clases populares y unas clases medias crecientemente empobrecidas. Se trata de un fenómeno paralelo al retroceso de las democracias en el siglo actual, la emergencia de nuevas tecnologías y de redes sociales, así como una creciente desconfianza en las instituciones y las élites, abonada por la sensación de inseguridad, de abandono y vulnerabilidad de los sectores más desfavorecidos y entre los jóvenes.

El trumpismo y las organizaciones populistas de extrema derecha hacen de la perspectiva antiwoke un punto claro del programa de actuación. A los miedos se suma el resentimiento y la falta de esperanzas. El marco político actual propicia, así, que se pueda apelar más a recursos emocionales y a falsas percepciones que a argumentos racionales y bien informados. En el Eurobarómetro (2024), se describe que la relación entre inmigración e inseguridad es apoyada por un 24% de los simpatizantes de la izquierda y un 44% de los trabajadores de ingresos bajos. Cifras que contrastan con la ausencia de relación real entre estas dos variables. Por otra parte, el ecologismo se percibe en muchos casos como una preocupación de las élites urbanas.

El giro woke de las izquierdas ha erosionado el vínculo tradicional entre los partidos de izquierda, las clases populares y unas clases medias crecientemente empobrecidas

Resulta fácilmente constatable la pérdida de norte de las izquierdas europeas en un contexto en el que más del 50% de la población ha visto reducidas sus expectativas. Conclusión: el banquete electoral de las extremas derechas está servido.

Los "progresistas" parece que encaran la realidad y el futuro sin una teoría clara del progreso. En tiempos confusos, refugiarse en el moralismo no te hace llegar muy lejos. Actualmente, sin embargo, algunos partidos socialdemócratas están revisando sus déficits, su programa e identidad. Por ejemplo, en Dinamarca y Suecia, hace pocos años considerados un modelo de éxito. Federiksen, primera ministra danesa, vuelve a apelar a valores como la seguridad, el nacionalismo de estado, el control de la emigración con restricción de servicios sociales para los recién llegados, y resistir ante la globalización neoliberal. Y volver al orgullo nacional. Varias voces de la socialdemocracia sueca, hoy en la oposición, critican la desconexión del partido con las clases populares, la consolidación de guetos urbanos de unos inmigrantes nada integrados en la sociedad, así como la segregación escolar, la huida del sector público de parte de las clases medias (educación, sistema de salud) o la falta de fundamentos sociales y nacionales compartidos. Si los estados del bienestar se dirigen fundamentalmente a los más necesitados, se dice, el modelo de cohesión socialdemócrata se hunde. Perspectivas similares se constatan en el Reino Unido o en la socialdemocracia alemana. Se alzan voces críticas que insisten en el control de fronteras: menos inmigrantes y más integrados. Ante el auge de la extrema derecha, se apela a reconstruir un nacionalismo de estado de izquierdas.

Algunos puntos importantes de esta voluntad de revisión: inmigración (no rehuir los problemas que plantea), mercado de trabajo, vivienda, políticas educativas y urbanas, cohesión lingüística, prioridad de los derechos ante las identidades religiosas, rechazo a las políticas de austeridad y descentralización de decisiones colectivas. Si no se puede dirigir el proceso, parecen decirse, procuremos adaptarnos a él de la manera menos lesiva para las clases medias y populares autóctonas. Pero resistir no es ganar.

Según mi opinión, existen un par de riesgos para las organizaciones de izquierdas en el camino de conectar de nuevo con su base electoral tradicional (clases medias y populares). En primer lugar, olvidar que, en gran medida, el fracaso actual de las izquierdas no es solo un tema socioeconómico, sino de reconocimiento y de tratar a los ciudadanos con respeto y dignidad. El americano Michael Sandel insiste acertadamente en este punto. El hecho de que hoy las clases ricas apoyen al partido demócrata y las más desfavorecidas a Trump, tiene que ver con el elitismo del establishment demócrata y la forma despectiva de considerar a los sectores rurales y los oficios que no requieren un título universitario (Hillary Clinton trató a los votantes de Trump como un "cesto de deplorables"). El menosprecio crea resentimiento y el resentimiento incentiva reacciones radicales, aunque sean irracionales en relación con los intereses de quienes se radicalizan.

En segundo lugar, creo que sería un error que las nuevas respuestas abandonaran o menospreciaran la perspectiva emancipadora y antiautoritaria del giro woke de los últimos años. Hay que huir, efectivamente, del mero moralismo (meras apelaciones al racismo, a un igualitarismo abstracto, a la "justicia", etc.). Sin embargo, los derechos de las mujeres, de los movimientos de liberación sexual (LGBTIQ+), los derechos nacionales y culturales, así como la perspectiva ecologista son conquistas a proteger y desarrollar. Como decía, se trata de dimensiones emancipadoras que amplían los derechos liberales y que entroncan con movimientos de liberación de la segunda posguerra.

Las libertades han sido históricamente una bandera de la izquierda liberal y socialdemócrata que actualmente las diversas derechas tratan de arrebatárselos. El futuro depende de esta confrontación.