Socialista de raza, europeista convencido, hombre de Estado, padre del programa Erasmus y “benefactor" de cuantos diputados y senadores han pasado y pasarán por las Cortes españolas. Es probable que miles de jóvenes no sepan que fue Manuel Marín, expresidente del Congreso entre 2004 y 2008, uno de los impulsores en Europa de las becas que hoy les permiten acabar sus estudios fuera de España, pero seguro que los parlamentarios no olvidarán jamás que es a él y sólo a él a quien deben el actual sistema de protección social del que gozan.

Pensiones máximas, finiquitos, kits tecnológicos, complementos de jubilación, ayudas para sus huérfanos y sus viudas y una cobertura total del pago de la Seguridad Social hasta su retirada laboral en caso de que, tras su paso por el Parlamento, no vuelvan a cotizar jamás.

Así era Marín, un hombre obcecado en dignificar la política, un convencido de que el engrandecimiento de los servidores públicos también pasaba por dotarles hasta sus últimos días de una protección con la que honrar su dedicación al Legislativo. Europa fue su espejo y la Constitución su guía. Impecable en las formas, “Perfecto Marín” —como le llamaban los suyos— fue durante cuatro años la tercera autoridad del Estado, y lo llevaba a gala. Cualquiera no hubiera aguantado con lo que tocó lidiar a él en tan corto periodo de tiempo: el Estatut, el plan Ibarreche, la negociación con ETA, la comisión de investigación del 11-M, la oposición más virulenta de cuantas haya habido en democracia y una ERC con la que tenía sonoras agarradas en cada pleno.

Supo irse como los grandes, pese al desplante y la incomprensión de los suyos, en silencio y sin ruido

Joan Tardá era su látigo y el no uso del catalán en la Cámara una de sus principales ofuscaciones junto al Reglamento del Congreso. No consiguió ni lo uno ni lo otro, aunque de su mandato quedó la llamada “fórmula Marín”, una solución intermedia para que catalanes, gallegos y vascos iniciaran las primeras palabras de sus discursos en su lengua materna siempre que hicieran ellos mismos la traducción simultánea desde la tribuna para que las taquígrafas pudieran reflejarlas en las actas y aparecieran en los diarios de sesiones.

Pese a lo que se ha contado y escrito en las horas posteriores a su fallecimiento, no abandonó por voluntad propia la primera línea de la política, sino porque su sucesor José Bono desveló que Zapatero le había ofrecido su puesto y él había aceptado, como si la tercera silla en el protocolo del Estado fuera cosa de partido, y no del Legislativo. Marín era tan exquisito en todo que jamás tuvo un reproche público para aquello, pero dejó para siempre la actividad pública y se dedicó de lleno a la Fundación Iberdrola.

Supo irse como los grandes, pese al desplante y la incomprensión de los suyos, en silencio y sin ruido. Al fin y a la postre era un gentleman de la política y de la vida que se hubiera revuelto en la silla ergonómica que hizo comprar para sobrellevar sus intensos dolores de espalda si viviera en primera persona el parlamentarismo de hoy. Que la tierra te sea leve, Perfecto Marín.