En el 2016, el Consejo de Estado francés dejó sin efecto la ley de 1905 que prohibía los pesebres en espacios públicos. Francia, un Estado laico, acababa así con el tira y afloja anual entre los que creen que hacer el pesebre es parte de la tradición y los que reniegan de su presencia, por ejemplo, en las plazas de los ayuntamientos, porque desde de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, la división entre Iglesia y Estado tenía que ser clara y meridiana. El Consejo de Estado se decantó por autorizar los pesebres en los lugares públicos por su carácter "cultural, artístico y festivo", pero no como objetos de culto.

El caso francés es útil porque, este año, el Parlament de Catalunya ha decidido no hacer pesebre. En nuestro Parlament no ha habido nunca una tradición pesebrista destacable. De hecho, el año pasado fue el primero que se puso, a propuesta de la presidenta suspendida de la institución, Laura Borràs. Este debate sirve para empezar a definir dónde dibujamos la línea entre aquello que es esencialmente religioso —ligado a un credo y a un culto— y aquello que por su relevancia simbólica, a pesar del origen religioso, se ha convertido en una pieza más de la cultura. Es decir, entre aquello que Francia define como "cultural, artístico y festivo" y tiene sentido que encuentre lugar y momento para manifestarse en el ámbito público y aquello que no tiene sentido que lo haga.

La frontera entre religión y cultura es porosa y, al limitar o prevenir intromisiones del culto en las instituciones, corremos el riesgo de negarnos una parte de lo que somos

No somos cristianos por el hecho de ser catalanes, pero sin el cristianismo no nos podemos explicar. Nuestro país tiene una fuerte herencia cristiana —católica, concretamente— sea cual sea el estado de la práctica religiosa. Que eso sea así hace que en el recibidor de casas catalanas de raíz agnóstica o atea hoy ya haya un pesebre o que, sin más concreciones, estas mismas familias celebren la Navidad. Nuestra herencia cristiana va más allá de las celebraciones porque la cultura también lo hace: lo empapa casi todo. El peso histórico del cristianismo en Catalunya y en muchos países de Europa nos define porque nos lega todavía hoy un sistema de valores y una cosmovisión que no va ligada al hecho de ir a misa o de creer que Jesús es el hijo de Dios. La frontera entre religión y cultura es porosa y, al limitar o prevenir intromisiones del culto a las instituciones, corremos el riesgo de negarnos una parte de aquello que somos.

Para muchos catalanes, el pesebre es ya una cuestión puramente cultural. También lo es que la Moreneta sea un símbolo de la nación, que la Patum se celebre por Corpus Christi, que la danza de la Muerte de Verges se haga el Jueves Santo, que haya Madres de Dios en las calles del Gótico o que un grupo de jóvenes de la Garriga nada sospechosos de ir a misa hayan recuperado la figura de San Ramón en la plaza de la iglesia. Sin una buena educación en la cultura religiosa —que no es catequesis, es educación en la cultura religiosa— es imposible entender la historia, el arte o los símbolos del país. Borrando la parte de la religión que se ha convertido en cultura de la vida pública por miedo a contaminarla de imposiciones de fe o de intromisiones eclesiásticas, nos borramos a nosotros mismos y nos dejamos de entender.

Borrando la parte de la religión que se ha convertido en cultura de la vida pública por miedo a contaminarla de imposiciones de fe o de intromisiones eclesiásticas, nos borramos a nosotros mismos y nos dejamos de entender

No es casualidad que el elemento de la discordia en el Parlament haya sido el pesebre. En el pesebre está el niño Jesús y el elemento religioso es indiscutible. Es por eso que año tras año la alcaldesa de Barcelona tiene que hacer el ejercicio de desfigurarlo para poder aceptarlo y justificar que esta representación esté presente en la plaça Sant Jaume. Lo hace porque le es más fácil deformarlo y desarraigarlo que aceptar una tradición que, históricamente, ha ido ligada a la práctica de una fe que no comparte. Como sea, no es ningún desastre que haya un pesebre en el Parlament porque para todos los que no son cristianos puede ser un elemento con carácter cultural, artístico y festivo como lo es en muchas casas del país y como lo es para el Consejo de Estado francés. Tampoco es ninguna desgracia que no esté porque, tradicionalmente, en el Parlament, no ha estado nunca. Lo que es desastroso es que todavía hoy alguien esté dispuesto a negarse los orígenes para no molestar.