Al final, el desbarajuste provocado por el bichito amarillo de Wuhan me ha vuelto a empujar dulcemente hacia James Salter. Primero leí una compilación de entrevistas, después me compré Solo faces. Ahora he empezado The hunters, su primera novela. La publicó con pseudónimo mientras estaba en el ejército y la volvió a sacar revisada al cabo de 40 años. 

Es difícil que un autor retenga durante todo un libro mi interés; soy más de hojear y de volar intensamente de una flor a otra, como las mariposas. Escribo porque leer me da pereza, pero los libros de Salter tienen el encanto de las películas americanas de los tiempos de Cary Grant y James Stewart. No te hacen perder el tiempo y tocan temas importantes sin buscar la lagrimita.

Cuando acabe The hunters solo me quedará por leer un libro de cuentos y otra novela temprana que también reescribió cuando ya era un autor importante, es decir, después de publicar Light years y A sport and a pastime. Tiene gracia esta pequeña locura que me ha dado con Salter. Supongo que lo leo como leía a Josep Pla, para darme la razón y para protegerme de un entorno que cada día me parece más demente.

Sea a través de un escalador, de un piloto de guerra, o de una mujer encarcelada en una jaula de oro, Salter siempre da vueltas al mismo tema. Sus historias siempre tratan de contar por qué perdemos el coraje que hace falta para distinguir las ganas de vivir del miedo a morirse. En qué momento y por qué motivo los asuntos prácticos de la vida empiezan a hacer añicos el sentido de nuestra existencia. Porque nuestro paso por el mundo está condenado a disolverse en el olvido o en la leyenda.

Ahora que la política juega con la idea que nos habíamos hecho de vivir como unos reyes hasta pasados los 90, quizás no sea mala idea leer a Salter. Según el Banco de América, la acumulación de datos personales comercializables se ha disparado desde que empezó la pandemia. Nos pensábamos que la tecnología nos liberaría de los problemas de salud y de las limitaciones de la inteligencia, y nos hemos encontrado con que, mientras los hospitales hacen corto de mascarillas, las empresas y los políticos trafican con nuestros miedos y nuestros sueños.

La buena vida nos había vuelto retóricos y diletantes, y la tecnología y la pandemia nos obligarán a luchar otra vez por nuestra alma.