Las trifulcas de estos días han cortado sin miramientos la larga y penosa retirada de los partidos procesistas hacia el autonomismo. El pacto de estado que ERC y los partidos de Convergència miraban de urdir para volver a los tiempos del Cobi ha quedado quemado en un contenedor de Urquinaona. Pedro Sánchez no responde a los mensajes de Quim Torra porque el president ya no le sirve ni para insultar el independentismo. 

Dos años de cinismo y de propaganda a chorros han acabado pinchando el globo del diálogo y la reconciliación en el momento decisivo. Asesorados por los alemanes, los españoles han sacado a Franco del Valle de los Caídos para restar argumentos al independentismo, pero el gesto refundador ideado por los socialistas nacerá herido de muerte sin la legitimación de una parte mayoritaria de la sociedad catalana.

Los partidos procesistas, que no fueron capaces de parar el referéndum, tampoco han servido al Estado para reconducir la energía del 1 de octubre hacia una refundación de la democracia española. A la hora de la verdad, sus votantes no les han permitido pasar página y ahora que los presos políticos han perdido el monopolio del martirio la situación se empezará a complicarse de verdad.

Aunque Miquel Iceta alimente las esperanzas de Junqueras en un futuro referéndum acordado, la única conversación que el PSOE quiere tener con los líderes procesistas es cómo pueden servir a la unidad de España. Junqueras no es burro y da cuerda al discurso de Rufián con la esperanza de desertizar la izquierda española, captando los votantes de Podemos y del PSC hartos de Madrid. 

El desmadre de estos días más que dividir el independentismo entre pacíficos y violentos, como pretenden los diarios y las televisiones, es un paso más hacia el enfrentamiento entre catalanes y españoles. Barcelona no está triste, como pretende Manuel Jabois, se siente extraña porque no puede evitar identificarse con los chicos que desafían a la policía. No es casualidad que esta escalada en el choque con el Estado la protagonicen los independentistas más jóvenes y, por lo tanto, los más alejados de la educación franquista. 

Esta semana ha quedado claro que, a pesar de todos los intentos de manipulación, el 1 de octubre todavía es vivo y que Catalunya no volverá dócilmente a la obediencia constitucional. Cebrián cuenta en su última letanía que Madrid intentará aprovechar la situación catalana para afirmar una nueva épica constitucional a partir de la lucha de la policía contra la supuesta violencia xenófoba. No creo que la estrategia que sirvió con ETA dé frutos en Catalunya.

La herida del 1 de octubre ya no podrá cicatrizarse con una comedia de tres al cuarto. La catalanofobia despertará, por reacción, la aparición de fórmulas cantonalistas en el resto del Estado que acabarán de complicar la estabilidad política de España. Si los catalanes van a votar después de tirar adoquines, la democracia española se irá ahogando en su propia retórica como se ha ido ahogando la misma política autonómica.

Por no acordar un referéndum cuando tocaba, Madrid se ha metido en la vieja ratonera oscura de toda vida. La única pregunta que queda por responder es qué cantidad de fuerza necesitará España para retener a Catalunya y cuánta se podrá permitir. Hablo, claro, a largo plazo porque primero hará falta que, en medio del caos y la degeneración, el independentismo sea capaz de crear liderazgos nuevos forjados en el fuego y las lecciones de la última década.