Cada vez que veo un tuit contra Pere Aragonès me acuerdo de la tonada que las bases del PP cantaban en Madrid el día que Aznar ganó las primeras elecciones: "Pujol, enano, habla castellano". Antes de pactar, Aznar dejó que se desahogaran por las calles. Pujol había sabido encarnar la idea de catalanidad que convenía a España y hacía tiempo que controlaba Catalunya.

Aragonès no es tan sofisticado, pero la política española tampoco es tan abierta como en tiempos de Pujol. Cuando Pujol llegó al poder, los socialistas catalanes, que venían de las familias cultas de antes de la guerra, reaccionaron con ira y con desprecio. En público, decían que Pujol caricaturizaba el país; de puertas adentro, trataban a Catalunya como si fuera la criada de la casa que se follan todos los hombres de la familia.

Contra lo que ha escrito Joan Burdeus, Aragonès no es una expresión de la sensibilidad millennial, ni es el fruto de ninguna tendencia moderna de nuestro tiempo. Su figura ni siquiera se puede comparar con la de Pablo Casado, que superó unas primarias a sangre y fuego. Si algún problema tiene hoy Catalunya, es que todo lo que sucede es tremendamente atávico y tribal, como nos pasa siempre en los momentos difíciles.

Aragonès no es más ridículo, ni más obediente que Jordi Turull o Josep Rull, o que Quim Torra. Sencillamente, es la encarnación perfecta del enano que pedían las bases del PP para pactar con el pujolismo. Da más rabia porque es más real, porque su posición nos envía un mensaje más crudo de lo que ha pasado en Catalunya. Aragonès se hace incómodo porque brilla en las renuncias de los políticos y de los articulistas, en la derrota de todos los que han asumido que el silencio o el cinismo es su única salida.

Aragonès es el sueño hecho realidad de los trogloditas que insultaban a Pujol cuando Aznar ganó las primeras elecciones. Salvador Sostres lo cuenta muy bien en la carta de amor que le ha escrito a Jaume Giró pidiéndole que dimita. España quiere convertir a los políticos catalanes en una especie de ciclistas de Globo de la burocracia madrileña y cada vez habrá menos margen para las pedanterías, los negocios y las tomaduras de pelo de la escuela convergente.

Aragonès es el molde del catalán que Madrid quiere para las próximas décadas y sólo un conflicto democrático con España puede romperlo

Ahora nadie se acuerda de las flores que el pujolismo pisó para poder encajar el país con las necesidades de la oligarquía española. Jordi Amat ha intentado reducir el pujolismo a una crónica negra para proteger los olvidos que forjaron su hegemonía. Pero igual que Vichy, el pujolismo durmió el espíritu emprendedor del país y la vitalidad del catalán, y esparció todo tipo de actitudes primarias, disfrazadas de patriotismo y de buenismo.

Como Sostres le dice a su buen amigo Giró, si Catalunya no rompe con España, a partir de ahora el dinero se hará en Madrid y en Barcelona quedarán sólo el empobrecimiento y la paguita. Los convergentes pueden hacer como los socialistas y tratar de utilizar la frustración para hacer electoralismo o incluso intentar asaltar el ayuntamiento Barcelona. Pero no servirá de nada. Cualquier liderazgo que no salga de un proceso de democratización interna del país caerá en un vacío estéril.

El virrey Junqueras y sus chicos lo saben. Por eso han puesto a Aragonès de cara visible y se ríen cada vez que algún convergente les da lecciones de patriotismo o les perdona la vida. Aragonès es el molde del catalán que Madrid quiere para las próximas décadas y sólo un conflicto democrático con España puede romperlo. Mientras tanto, sus limitaciones se irán normalizando en todos los campos de la vida catalana, igual que se normalizaron las de Pujol, hasta el punto de que ya casi nadie las nota, ni las recuerda.