La compilación de entrevistas de Monterrat Roig que Gemma Ruiz i Albert Forns han reeditado me ha recordado estas polémicas sobre el dietario íntimo de Joan Ferraté que los culturillas del régimen de Vichy arrastran últimamente por Twitter. Vivimos en un desierto de ideas estériles, en peligro constante de ser destruídos por el vacío y pereza mental que alimenta a los pequeños inquisidores de la nueva España progre.

La primera edición de Els retrats se publicó el 1975. Llevaba un prólogo discreto de Jordi Carbonell que lamentaba que cada generación de catalanes tuviera que empezar de cero. Sin bombardeos ni descalabros entremedio, el prólogo era fácil de actualizar. Cuatro décadas de democracia dan perspectiva, sobre todo si los fascistas no te han apaleado en la universidad con la complicidad de la policía, como le pasó a Carbonell.

El prólogo de Ruiz era una oportunidad para situar a Roig en la tradición catalana y ver que ha quedado de su obra sin exageraciones ni trampas. Cuando era adolescente, y llevaba el cabello largo y fumaba marihuana, Roig era la única firma del Avui que no se me caía de las manos. Leí su último artículo sentado a la taza del váter, mientras intentaba escaquearme de poner la mesa. Se titulaba "Un múscul resistent" y hablaba del corazón. No he podido olvidarlo.

Roig parecía una mujer independiente y moderna, pero no se supo elevar por encima de su contexto político. Esto se ve en las mismas entrevistas, especialmente ante figuras como Josep Pla, Pere Calders, Tísner o Mercè Rodoreda. Igual que le pasó a Terenci Moix o a Baltasar Porcel, el alma de Roig quedó atrapada en el laberinto de olvidos y prejuicios de la Transición, hasta morir literalmente de agotamiento. 

Igual que las entrevistas de Porcel, los retratos de Roig tienen un valor sobre todo testimonial –que como dice Jordi Pujol es el consuelo de los derrotados–. Aun así, no se merecían el prólogo cofoista y estridente que le ha hecho Gemma Ruiz. La pedantería de Roig queda compensada por su talento y por sus ganas de aprender. La inconsistencia de Ruiz es tan pintoresca que como mucho sirve para explicar porque nuestra pequeña Oriana Fallaci no supo elevarse para pensar a 20 años vista y acabar de salirse con la suya.

Casi da vergüenza ajena que Ruiz utilice el discurso de género para revalorizar a Roig y para hablar de tú a tú con la autora, como si fuera un taxista de estos que te cuentan la vida. El análisis que Ruiz hace de la conversación entre Roig y Rodoreda es para tirar el libro por la ventana. Las anécdotas no solo no capturan el espíritu de la entrevista, sino que precisamente sirven para esconder o distorsionar las opiniones que a la prologuista no le gustan.

Como pasa con el gobierno estos días, el entusiasmo forzado de Ruiz esconde una escandalosa falta de ideas y de conocimientos. La prosa hiperbólica —“prodigioso, dinamita”— hace pensar en estos actores de las series españolas que griten porque no saben actuar, ni probablemente entienden qué dicen. También me ha recordado los prólogos de las compilaciones periodísticas de principios del siglo XXI que intentaban hispanizar a Pla y a Xammar y hacerlos digeribles para el PP.

La puntilla del prólogo es una anécdota que se ha comentado muchas veces. “Con unas piernas tan largas no hace falta que escriba”, parece que Pla le espetó a Roig cuando la periodista le pidió consejos para ser escritora. Pla creía con razón que hay una relación muy delgada entre el oficio de escribir y la prostitución y que si realmente tienes algo que decir es más útil desprenderte de la coquetería gratuita que coleccionar consejos genéricos de autores famosos.

Después de aprovechar la anécdota para hacerse la graciosa, Ruiz dice que Pla era “corto”. Su victimario me ha recordado a los culturillas que no pierden ocasión de moralizar sobre la sexualidad de Joan Ferraté. En la nueva España progre, la cuestión, para prosperar, es tener un agravio, no una buena idea. Es así como cualquiera osa tratar a Pla de hombre cortito u otro estigmatiza la obra más honesta de una figura intelectual de primer orden que vivió atormentado por sus gustos sexuales, sin haberla entendido a pesar de haberla leído.