Ya se ve por los diarios que los juicios no han tenido el efecto catártico que los gobiernos de Madrid y Barcelona esperaban. Como que los partidos no tienen suficiente con exhibir la desgraciada situación de unos líderes políticos que han mentido, ni de asustar a los votantes con los fantasmas de la España eterna, la única manera de controlar el país es hurgar en el sentimiento de discriminación personal de los catalanes.

La discriminación es una idea que ofrece grandes posibilidades porque no tiene límite. Todo el mundo se puede sentir discriminado por algún motivo, y más en un país ocupado como Catalunya, con una cultura de la queja tan organizada y tan rentable. Ciudadanos hizo un uso magistral de ella para reavivar las brasas del resentimiento que generó la llegada masiva de españoles durante el franquismo, cuando el catalán estaba prohibido. 

El procesismo le siguió la veta y, en los últimos años, la muerte del catalanismo y la putrefacción de su cadáver insepulto, ha vuelto la cultura del memorial de agravios cada vez más pintoresca. El otro día, en la universidad de periodismo, me dejó de piedra ver la cantidad de alumnos que le reprochaban al compañero que había escrito la mejor crónica de la clase que hubiera calificado de gordo a un jugador del Barça en baja forma que tiene barriga.

A medida que una sociedad pierde la capacidad de hacer propuestas constructivas la gente busca el oxígeno en sus debilidades y traumas particulares y la cultura y la política se vuelven comedias impostadas que llenan de paja los cerebros prometedores. Cuando tienes un pasado lleno de escombros, es más fácil que la esperanza se reduzca a las cuestiones prácticas de la supervivencia, y que la hipersensibilidad disfrace de palabras pomposas las manías persecutorias más absurdas.

Así tienes políticos de casa buena que satisfacen su vanidad jugando con el dolor de los pobres, españoles que se hacen independentistas sin conocer Catalunya, humoristas que escarnecen la libertad, o chicas guapas que se hacen pasar por feas para mirar de destacar su inteligencia a menudo poco trabajada. La pérdida de esperanza en el futuro, combinada con el paternalismo de los estados, fabrica pequeños narcisos convencidos de que el mundo se tiene que hacer a la medida de sus inseguridades e insatisfacciones.

El prestigio que ha adquirido la cultura del agravio tiene motivaciones históricas y económicas en todo Occidente. Las víctimas suelen subir al carro de los vencedores en los momentos de crisis y son tirados en medio de la carretera, sin ninguna consideración, una vez el poder se ha servido de ellos. En Catalunya, como que el poder institucional es una broma, el discurso de la discriminación no tiene tan solo mucho más recorrido; también es ideal para infantilizar las buenas ideas o para exponerlas en las radiaciones corrosivas del cinismo.

No es casualidad que, en los últimos años, mientras la política catalana vivía de discusiones bizantinas sobre los colectivos indefensos o discriminados, el país haya perdido posiciones en el tren de la globalización. Mientras el president Torra hace tuits entusiastas sobre los supuestos progresos de la economía catalana, la megaregión de Barcelona-Lyon ha bajado a la posición 28 del mundo. A principios de este siglo ocupaba una undécima plaza bastante esperanzadora.

Es verdad que la capital de Catalunya tiene que competir ligada de pies y manos a los intereses de Madrid, pero el adversario principal del país es la facilidad con la cual se pueden explotar los agravios más microscópicos y delirantes. Ver como los políticos procesistas sacan partido de la represión española para intentar tapar las mentiras que han dicho en los últimos años da una idea del tipo de monstruos y de fracasos que el victimismo es capaz de generar.

Cuando el presidente de Andalucía dice que los parientes de sus votantes están discriminados en Catalunya en el fondo imita lo que hacen aquí políticos y articulistas cuando hinchan el sexismo, el clasismo o la represión española para sacarse las pulgas de encima. Como siempre, Catalunya ha conseguido infectar España con sus neuras de nación ocupada. El procesismo no deja de ser un tipo de imperialismo novecentista en negativo, que solo puede aspirar a empatar en el mejor de los casos.

Si los españoles dejaran en paz Catalunya, perderían una parte de su territorio, pero ganarían el mundo. Como otras veces prefieren dividir para imperar, aunque esta estrategia lleve la degeneración a su casa. En un panorama internacional cada vez más competitivo, será cada vez más fácil hurgar en las insatisfacciones de la gente para controlarla. Los catalanes tenemos que decidir si queremos ser la cloaca de Occidente o su punta de lanza. No tenemos mucho margen para términos medios.