Respuesta a Bernat Dedéu

Nos educamos a través de guerras que vienen de muy lejos y que nos llegan llenas de dolor y de fantasmas, pero nosotros buscamos una manera propia, luminosa, de combatir en ellas. Escribimos porque un día descubrimos, más o menos horrorizados, que el placer de sentirse incluido no valía el precio de creerse las mentiras que nos cuentan, ni siquiera las personas que queremos o nos quieren.

Si hubiéramos nacido en París o Londres, quizás no escribiríamos, quizás habríamos dejado que el mundo se hiciera cargo de los jardines que hemos heredado e incluso de las flores que hemos plantado nosotros mismos. Quizás haríamos una vida puramente convencional y estaríamos encantados de servir de carne de cañón en guerras que, en el fondo, no tendríamos interés de entender ni de ganar. A menudo pienso en ello y no sé si es fantasía mía.

Escribimos porque intuimos que la vida y la muerte beben exactamente de la misma fuente, y porque hemos visto hasta qué punto la elección más pequeña tiene un potencial trágico. Sabemos que un hombre siempre tiene que tener a mano un recurso alternativo si quiere poder seguir adelante sin pudrirse en la abyección. No es que no sepamos descansar, es que si paráramos ahora nos caería encima todo aquello que hemos aprendido para intentar proteger los paraísos en los cuales germinan lentamente las cosas que encontramos bonitas. 

Escribir es una batalla contra uno mismo, pero no es una batalla destructiva si no te dejas presionar y confías en aquello que tienes de irreducible. Escribir ordena y regenera el pensamiento, te ayuda a entrar en contacto con el latido del mundo, es como estas trombas de agua que purifican los paisajes y los dejan reposar en un silencio hipnótico, refrescante y misterioso. A veces me encuentro gente que se rindió y pienso, escribe, escribe, no dejes de escribir o te va a caer el moco como a ellos. 

En este país donde nada se puede dar por sentado ni nada bueno se aguanta por la inercia de la historia, escribir es una suerte más que una maldición. Huimos de la página en blanco por miedo a fracasar, pero volvemos a ella cuando recordamos que estar demasiado seguros de lo que nos conviene es justo la trampa de la cual nos escapamos en primera instancia. Escribimos para aprender a bajar la guardia, para relativizar el muro de pensamientos que nos protege y que, a veces, con razón, da risa a los otros. 

Desde tu torre, tú ves el mundo tan crudo e inabarcable que te crees absurdamente que tienes que intoxicarte para poderlo aguantar. Yo tengo un sentido de la justicia tan salvaje, y quiero mis cosas desde tan adentro, que si no me clavara a escribir en la silla, me podría convertir en un auténtico criminal. Mira si tenemos que estar agradecidos de haber topado con la diabólica manía de escribir, y si tendría algún sentido ponerse a descansar.

Si miro hacia atrás no me parece que, escribiendo, haya perdido ni un solo minuto. Escribir saca lo mejor de mí y, a veces, lo mejor de los que me rodean. Te lo digo ahora que me siento huérfano y que el luto me agudiza tanto el instinto y el sentido de la supervivencia que no me imagino cómo podría autoengañarme o ponerme jugar con la verdad.