La imagen más antigua del franquismo que conservo en la memoria es la de un autocar cutre subiendo por la avenida Tibidabo, donde estaba mi guardería. Los niños más mayores cantaban con un cierto tono de revancha: "Franco, Franco que tiene el culo blanco."

Yo seguía la melodía sin saber muy bien quién era Franco. No entendía qué problema había con tener el culo de color blanco y todavía menos qué quería decir exactamente que "Juan Carlos de Borbón se lo lava con jabón". El dictador debía haber muerto hacía poco. El castellano era entonces un idioma ideal para insultar porque todavía se asociaba a la autoridad y a los delincuentes, es decir, a la violencia.

De pequeño me fascinaba que todo el mundo odiara a los franquistas. Me sorprendía que hubiera tan pocos defensores del dictador, teniendo en cuenta que había muerto en la cama poco después de nacer yo, habiendo gobernado muchísimos años, según me decían. Todavía ahora, cuando un plato no me gusta, dejo caer: "Eso se lo come Franco". Pero sólo lo digo porque me recuerda a la niñez.

Cuando empecé a interesarme por la historia de la Guerra Civil me encontré con un fenómeno similar. Me hacía gracia que tan poca gente admitiera haber matado a alguien en la guerra. Con los abuelos que he conocido no se explica la violencia de los años treinta, igual que no se explica la duración de la dictadura. Trinxeres –el programa de TV3 sobre la Batalla del Ebro– también retrata un país de víctimas. Después de 70 años todavía veo demasiadas muertes para tantos pocos verdugos, y demasiada dictadura para tantos demócratas.

Ahora, con la corrupción que ha hecho emerger la caída del autonomismo volvemos a estar como siempre. Parece que nadie haya pagado nunca una parte del piso en negro. Es como si los escándalos hubieran salido de una sociedad inocente, llena de almas prístinas. Después de años de convivir con ella, la gente ha cogido miedo a la corrupción porque los medios la demonizan y huye con frases de odio, como huían de la dictadura los demócratas que habían prosperado bajo el franquismo.

Los políticos y las políticas más jóvenes mienten sobre temas esenciales y luego salen a decir que la corrupción les da asco y todo son elogios. Los periodistas prefieren escandalizarse y concentrar la culpa en la carnaza que les tira la policía antes que intentar buscar explicaciones que sitúen el problema. Todo intento de poner la corrupción en su contexto es presentado ante el público indignado como una estrategia justificadora.

Las generaciones que han liderado el autonomismo parece que no pueden humanizar la corrupción sin sentirse imbéciles o culpables. Si la gente pasó de ser franquista a ser demócrata en dos días, supongo que no se puede esperar que el pasado que está muriendo se afronte sin hipocresía y fanatismo. El problema es que mientras no haya un núcleo de catalanes capaz de entender que hay una diferencia cósmica entre el Estado y la moralidad seremos una cultura manipulable y voluble.

Pujol intentó establecer esta distancia que separa el poder de la moral, pero se olvidó de hacer la independencia. Por eso también le ha caído tanto odio encima. No entendió que es peor ser un amoral que ser un inmoral. Y que no se puede defender que somos una nación y decir que no queremos la independencia o que es un problema de dinero. De aquí viene que ahora cueste mucho decir y entender que los tribunales españoles no pueden juzgar la corrupción en Catalunya, y que con la excusa de la indignación mucho veterano del antiguo régimen confunda la inteligencia con la arrogancia.