Para llevar la contraria a los críticos, este noviembre me he entretenido a mirar The Romanoffs, la última serie de Matthew Weiner, el creador de Mad Men. Los críticos tienen razón de decir que los guiones no son tan redondos como los de Mad Men. Ni los diálogos, ni las tramas, ni siquiera las interpretaciones de los actores, exudan la magia inapelable de las obras que hacen historia.

Aún así, he repasado las revistas internacionales y me sorprende que nadie vea que la nueva creación de Weiner es un producto mucho más arriesgado y difícil de vender. The Romanoffs no permite las licencias comerciales y literarias que Weiner se tomó con Mad Men. Sólo la escenografía podía mantenerse en un nivel de sofisticación parecida, de aquí que Weiner haya producido la serie más cara de la historia.

Mad Men era un serial de época sobre el nacimiento de la sociedad de consumo. Si Downton Abbey explicaba el final de la aristocracia británica, Mad Men retrocedía a los años cincuenta para explicar que la hegemonía de los Estados Unidos se había construido sobre la cobardía y el cinismo. La serie describía los pies de barro de un imperio que ya había entrado en decadencia, pero, curiosamente, todo el mundo se la tomó como una elegía de un periodo que era el mejor de los mundos posibles. 

Cuando Mad Men apareció, el declive de los Estados Unidos apenas se intuía. El 2007, la China empezaba a despertarse, pero el mundo todavía era de los americanos. Don Draper, el protagonista de la serie, era un desertor de la guerra de Corea que iba progresando en el mundo de la publicidad a base de explotar las debilidades de los otros. Su carácter torturado hizo las delicias de un público que sólo pensaba en justificar sus miserias y contradicciones. 

En Mad Men todo el mundo podía justificar sus mierdas. Las feministas podían criticar la sumisión de la mujer y los conservadores podían disfrutar de los estéticos cuadros hedonistas que Weiner construía con los vicios de la industria de la publicidad. La ambientación y los diálogos estaban tan bien estilizados, las tramas tan bien trabadas, que la critica brutal que Weiner hacía a la meritocracia americana quedó ahogada en el glamour de las escenas. 

The Romanoffs investiga una frontera, más que estiliza una época acabada y definida. El escenario ya no son los Estados Unidos, es el mundo ―los capítulos pasan en siete países diferentes―. Las historias que acompañan a los abusos de poder ya no se desarrollan en un clima marcado por la euforia y por los valores fuertes, sino que crecen en un ambiente exhausto, espiritualmente desértico, de disolución y de incertidumbre. 

Un critico ha definido The Romanoffs como un Black Mirror defectuoso de las relaciones humanas y del declive de las élites. Pero a diferencia de la serie británica, la nueva creación de Weiner no da soluciones, no hace tremendismo; no se refugia en el sarcasmo y la distopía. Weiner se limita a intentar de señalar, con un lirismo resignado, el papel irrisorio que la cultura occidental jugará probablemente en la construcción del futuro. 

Weiner trabaja con los escombros de una civilización que todavía está presente, pero que intuye que ya no tiene fuelle y sólo existe como reliquia. The Romanoffs utiliza a los herederos de la familia más rica y poderosa de la Europa de hace un siglo para describir los últimos latidos de un mundo que naufraga. “Al final, del poder sólo queda el veneno”, dice uno de los personajes de la serie que ha transmitido la hemofilia a su hijo.

Los descendientes de la familia del zar asesinada por los bolcheviques sirven para estirar el hilo de la historia de Occidente y apuntar hacia un futuro que todavía no ha llegado. El contraste entre la potencia del mensaje y la fragilidad del contenido a veces deja un poso de insatisfacción. La distancia entre la riqueza de la intuición y la pobreza del material disponible para explicarla sin trampas hacen que algunas historias parezcan mal resueltas o inacabadas.

La serie me recuerda Here and Now, un show de HBO que se estrenó el año pasado y que fue cancelado en la primera temporada. El problema que tiene The Romanoffs ―y que tenía Here and Now― es que no puedes ser el paciente y el psiquiatra a la vez. Es difícil transmutar la historia en sustancia lírica al mismo tiempo que la vives sin hacer algo que no sea más que un primer esbozo. 

Weiner está demasiado cerca del corazón podrido del imperio para describirlo de forma definitiva. Esto no saca que la serie tenga momentos geniales y que explique bien como a veces los individuos son arrastrados por un torrente de dinámicas históricas que los superan. De hecho, tiene gracia ver como Weiner cuenta que todas las cosas que el mundo de Mad Men negaba y combatía, el amor, el territorio, las estirpes y el pasado, al final son las únicas que importan cuando todas las comedias caen y el dinero ya no sirve ni siquiera para proteger a tus hijos