Felipe VI y su corte han ofrecido una rendición indolora a Catalunya y los votantes del 1 de octubre la han comprado besando manos. Los herederos de ERC y del PSUC volverán a gestionar la derrota de Catalunya, 80 años después del final de la Guerra Civil.  

Jordi Graupera, el único político que quería mantener el conflicto abierto con el Estado español, ha quedado lejos de entrar en el Ayuntamiento de Barcelona. A pesar de haber hecho la mejor campaña de las elecciones, ha sido superado incluso por el estrafalario Josep Bou. 

Mientras Madrid renueva su plantilla de políticos y de dirigentes, la capital de Catalunya queda en manos de las mafias y de los discursos pijo-progres de siempre. Incluso Manuel Valls ha sido reducido a una caricatura, a medida que ha entrado en contacto con los gases tóxicos del oasis catalán.

En vez del Vietnam que pedía Joan Ramon Resina, los votantes del 1 de octubre han escogido la paz de los cementerios de Antoni Puigverd. Basta de comparar la Barcelona de Resina con la de Puigverd para comprender el alcance de la derrota que el independentismo ha sufrido en las urnas.  

La capital de Catalunya hervirá al baño maría mientras el tren de la historia se le escapa de las manos otra vez. En una Europa que pierde importancia internacional, la fuga de inteligencia que sufrirá Barcelona y el resto del país difícilmente podrá encontrar un camino de vuelta dentro de unos años.

Catalunya ha tenido una década para plantear el problema nacional y ha tirado por la ventana todas las oportunidades que ha tenido. Reducido a los límites mentales del viejo autonomismo,  el independentismo es una gallina sin cabeza que corre hacia la nada, antes de caer muerta y desangrada.

El círculo se ha cerrado. Como ha pasado otras veces, la falta de una clase política y de una opinión pública formada ha convertido en humo todos los discursos. Cualquier país civilizado se sublevaría contra los sermones que Oriol Junqueras lanza desde la prisión. En Catalunya han dado unos resultados electorales tan excepcionales que servirán para encerrar todo el país en el talego.

La victoria de Puigdemont en las europeas es simbólica. Es fruto de un voto que solo pretende apaciguar la mala conciencia y la herida en el orgullo que provoca toda rendición. Graupera ha sacado más votos en Barcelona de los que sacó Joan Laporta en 2010 y, si quisiera, podría dar el salto al Parlament, pero no creo que marque ya ninguna diferencia.

Los votantes del 1 de octubre han comprado la paz de Maragall y la independencia parece inviable por muchos tiempo, como quería el Estado español. La herencia del pujolismo tiene todos números para acabar como acabó el legado de Prat de la Riba, entre empanadas mentales de adolescente internacionalista. Es difícil decir qué formas de vida política dará la etapa que ha abierto este ciclo de elecciones.

Maragall ha ganado en Barcelona porque las mismas élites que apostaron por Valls después del susto del 1 de octubre, creyeron que el hermano del exalcalde haría más digerible la derrota catalana. El hecho que incluso la prensa internacional trate ERC y a los partidos de convergencia como formaciones independentistas hace más honda y más imperceptible la derrota de Catalunya ante España. 

En este proceso para que “se note el efecto sin que se note el cuidado” es probable que haya fogonazos imprevisibles. El PSC y Ciudadanos tendrán la tentación de seguir agitando el fantasma de la independencia como si no hubieran ganado. Esto dará un cierto juego, pero no creo que se pueda intentar construir ya nada que no sea, con suerte, un patriotismo de una cierta calidad.