El último número de The Atlantic trae un reportaje lleno de datos dedicado a demostrar que las relaciones sexuales han disminuido de forma seria en las democracias de Occidente. Con los datos en la mano no cuesta relacionar esta bajada con la desmoralización que ha producido la crisis. Aun así, después de los insultos que me costó el artículo del plug anal, quizás puedo estirar un poco la noticia. 

Convertir el sexo en un pilar de la identidad o la autoestima es una manera ideal de degradarlo. Si empiezas a follar creyendo que tener un orgasmo te liberará de tus problemas o te dará un poder que no trabajas para tener, es lógico que te lo acabes haciendo a solas en tu casa. No es casualidad que la proliferación de juguetes eróticos coincida con niveles de abstinencia voluntaria que no tienen precedentes.

Con los hombres intoxicados por la pornografía y las mujeres hipersensibilizadas por los discursos feministas el espacio neutral para el juego de los cuerpos queda un poco reducido. La sofisticación de las técnicas eróticas y las aplicaciones de citas, enturbian más el instinto, que lo educan o lo desarrollan. Con tanta mandanga, se mata la espontaneidad y la pulsión sexual de toda la vida tiende a disolverse en formas de onanismo artificial y narcisista. 

Los ideales románticos del amor, combinados con el hedonismo práctico que promueve el consumismo, han puesto una losa de culpa insondable y perversa sobre el sexo. Si el beneficio o la ausencia de sufrimiento es la gran finalidad suprema, intentar follar como se ha hecho siempre, son ganas de complicarse la vida. Los asiáticos y los africanos tenderán a follar cada vez más que nosotros porque no están sometidos a tantas sofisticaciones e hipocresías. 

Hasta hace unos años, cuando la vagina mantenía una hegemonía indiscutible, la gente que no follaba solía ser una minoría inteligente y culta. La abstinencia voluntaria era una forma de superación que permitía concentrarse en actividades de una exigencia extraordinaria, al alcance de poca gente. Ahora, rehuir las relaciones sexuales ya no sirve para intentar cambiar el mundo, es una forma más de perversión, masoquista o depresiva. Incluso la castidad ha perdido el margen para la inocencia.

El otro día una señora me contaba que el marido de una amiga suya había recibido un golpe en los huevos jugando a fútbol. Se ve que la pelota le había golpeado en la entrepierna con tan mala fortuna que los médicos le habían tenido que recetar reposo absoluto. Para protegerse los genitales, el buen hombre se compró un artilugio de cuero que le inmovilizaba las partes bajas. La criada filipina lo encontró bajo la almohada y preguntó asustada: 

―Señora Carmen, ¿qué hago con esto?

A pesar de que los estudios dicen que, a medida que nos volvemos más liberales, follamos cada vez menos, a Carmen le costó un trabajo explicar que su marido había comprado la cojonera en una tienda de ortopedia. Con el sexo cada vez pasará más como con la democracia, que da para hablar mucho, pero después uno va a votar y le sacan a los nazis y a los muertos de Eslovenia.