Hay noticias que hacen un recorrido sorprendente. El martes pasado, este diario informaba de que la conocida periodista Elisenda Roca se indignaba con uno "¡Decidme que no es verdad"! por la imagen de unos operarios del Ayuntamiento de Madrid instalando una placa al general Millán Astray. Creo que estaremos de acuerdo en que la noticia no es el tuit (por otra parte comprensible) de la periodista sino el hecho de restituir una placa franquista en pleno agosto; y convendremos también que el sitio de la noticia, en EnBlau, la sección más sensacionalista del diario, no es el más apropiado porque las crónicas veraniegas tienen el defecto de trivializarlo todo. Sea como sea, la noticia no ha merecido más atención, y eso sí que es preocupante porque puede ser síntoma (last but not least) de cómo este país ya no se sorprende por el avance desacomplejado del fascismo, ni en verano hace mucho esfuerzo por denunciarlo.

La actual ofensiva antidemocrática tiene como objeto simbólico la restitución o conservación del nomenclátor franquista en las ciudades donde gobiernan en coalición PP y Ciudadanos, con el apoyo inequívoco de VOX y ahora también, de manera relevante, de la judicatura española. Que estos ayuntamientos de derechas (y de extrema derecha) lo propicien era de esperar, pero que los jueces con sus sentencias se pongan a hacer historia no sé si también era esperable, pero seguro de que es preocupante. Ciertamente, estamos acostumbrados a la constante judicialización de la vida política española, de la que el procés independentista catalán (exitoso ensayo general de esta estrategia), la libertad de expresión o las medidas sanitarias han sido casos ejemplares. La polémica de las placas destapa un nuevo frente: ahora le toca a la judicialización de la historia con sentencias que en el fondo buscan reescribirla con el fin de blanquear el fascismo y equipararlo con sus víctimas. Cuando este julio "el gobierno más progresista de la historia" empezó a tramitar una nueva ley de Memoria Democrática, que profundiza en la descafeinada ley de Memoria Histórica aprobada en el 2007 por el gobierno de Zapatero, se ha intensificado la ofensiva de la reacción, activando el frente judicial.

El artículo 15 de aquella ley obligaba a todas las administraciones públicas a "retirar escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación de la insurrección militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura". Diez años después (!), el consistorio de Manuela Carmena elimina 52 nombres de calles y plazas que homenajean el franquismo, e inmediatamente se desencadena la ofensiva en los tribunales, gracias a las denuncias de entidades como la Fundación Francisco Franco o la Plataforma Patriótica Millán Astray, a favor de la cual falló el TSJM este mes de mayo. En la misma sentencia se obliga a mantener la placa a los Caídos de la División Azul y a restituir la de los destacados hermanos falangistas García Noblejas, que, además de una estación de metro, en breve lucirá en la capital. Pero en la exaltación de la dictadura Madrid no está sola. Por ejemplo, en Calatayud, también el consistorio del PP, con la aquiescencia de Cs, VOX (y el Par), se niega a revocar la medalla de oro que la ciudad concedió al Generalísimo el año 51; en Zaragoza, los mismos partidos en el consistorio se niegan a revisar el nomenclátor de 8 calles dedicadas a promotores de las depuraciones franquistas; y en Oviedo, el consistorio también de PP y Cs, y gracias a la denuncia de la asociación falangista Hermandad de Defensores, ha conseguido que un juzgado devuelva el nombre de militares franquistas en 17 calles de la ciudad.

Podemos recordar que la "inmodélica" Transición española se construyó sobre una ley de amnistía general que, en realidad, quería favorecer el silencio cómplice con la dictadura y sumir en el olvido a sus víctimas

¿Qué está pasando en la justicia española que en tan poco tiempo ampara y legitima la restauración simbólica (o quizás no tanto) del franquismo? Dejando de lado el sesgo ideológico de la judicatura, si es posible que, apelando a la ley de memoria histórica, se haga una aplicación tan perversa quiere decir que la ley no está bien articulada. En primer lugar, porque no aclara interesadamente a quién se tiene que considerar actor, colaborador y defensor del régimen franquista ni los condena como responsables de la avalancha de represión que desencadenaron. Por esta razón un juez puede argumentar con impunidad en su resolución que Millán Astray ni participó en el golpe de estado ni en la represión franquista posterior, refiriéndose al fundador de la Legión (que no es un cuerpo de majorettes antifascistas) y jefe de la Oficina de Prensa y Propaganda, nombrado por Franco en septiembre del 36 (¡cargo que perdió pronto no por sus valores democráticos!). En segundo lugar, esta ley es ineficaz porque tampoco tiene claro cómo se tendría que hacer memoria de la historia desde una perspectiva democrática que hiciera posible la reparación moral y política de las víctimas y no la exaltación de sus verdugos. Por eso habría que hacer una reflexión previa y profunda que los redactores de la ley (y sus aplicadores) no han hecho.

En el fondo, para explicarnos estas y otras imprecisiones, podemos recordar que la "inmodélica" Transición española se construyó sobre una ley de amnistía general que, en realidad, quería favorecer el silencio cómplice con la dictadura y sumir en el olvido a sus víctimas. Y como la transición se hizo mal, las leyes de memoria se resienten, y hacen posible que el poder judicial, heredero de esta historia, haga una interpretación del todo tergiversadora, equiparando demócratas y fascistas, y entendiendo que recordar y hacer memoria implica conmemorar también el franquismo. Cuando menos así lo entiende también Guillermo Rocafort, representante de la plataforma que defiende al general gallego, cuando sostiene que con la sentencia "España es un estado de derecho y la Justicia ha vencido a la arbitrariedad y al odio". Sin embargo sabemos que "estado de derecho" y "justicia" no van necesariamente juntos. También el franquismo y el nazismo eran estados fundamentados en el derecho, por el que el imperio y la aplicación de la ley no es sinónimo de democracia. Y al mismo tiempo una manera de entender la justicia que atiende solo la letra de una ley de memoria interesadamente poco clara, pero que no tiene en cuenta su espíritu (promover los valores y libertades democráticos, es decir, republicanos) es de una perversión tal que provoca más de una disonancia ética y política en la instauración de cada placa franquista.

Si sentencias como estas, "marcan un hito en la memoria histórica" del estado español (Rocafort dixit), quizás nos deberíamos plantear seriamente qué ley tenemos y cuál queremos; cómo hacemos memoria democrática (republicana) de verdad; si los jueces son competentes también a la hora de reescribir la historia y se lo dejaremos hacer, y si con eso hacemos justicia a las víctimas o legitimamos a sus verdugos.