Les mentiría si les digo que me ha sorprendido leer cantidad de crónicas previas a la inminente sentencia del Tribunal Supremo en las que se hablaba de que ésta nacerá “blindada” y que será dictada por unanimidad. Es algo que ya imaginábamos y que, además, ha sido vendido y proclamado a los cuatro vientos, desde que el juicio quedara visto para sentencia e incluso antes, como un aditamento favorable, como una circunstancia deseable, como, en fin, el culmen de la efectividad y la profesionalidad del tribunal.

Encuentro bastante acrítica toda esa parafernalia y esos papelines de colores que se esparcen a cada paso sobre la ya bendecida unanimidad. Es esa unanimidad sobre las bondades de la proyectada unanimidad de la sentencia sobre el procés la que a mí también me parece bastante sospechosa para cuando llegue la hora de valorar el trabajo del tribunal. Creo que esa valoración, en la piel de toro, va a ser también unánime. Habrá ovación cerrada por unanimidad ante la unánime sentencia del Tribunal Supremo.

Siempre me ha parecido artificiosa y sospechosa esa búsqueda del “blindaje” de las resoluciones judiciales. Es una práctica que no es propia del sistema, no aparece en ninguna regulación ni es de uso común en los tribunales del país. Se trata más bien de una actitud que se originó hace tiempo en la Audiencia Nacional y que ha sido asumida por el Tribunal Supremo cuando se trata de sentencias que, según no tienen empacho en decir, afectan a “cuestiones de Estado”. O sea, a las sentencias de carga política. La pega es que las sentencias a lo que deben afectar es a la justicia y, por supuesto, ninguna de las normas en vigor se refiere a esa búsqueda de la unanimidad. Es más, la unanimidad es tan rara avis, que lo que prevé el artículo 260 de la LOPJ es precisamente qué sucede en el caso de que no la haya. De este modo, se obliga a que todo magistrado que participe en una deliberación de sentencia a que deba firmar la misma, aunque haya sido adoptada por los votos de los demás y él no esté conforme. Sucede, claro, que eso resultaría éticamente inaceptable ―firmar condenas en las que no crees, por ejemplo―, de manera que se abre ahí la vía del voto particular para que el disidente pueda manifestar cuál es su criterio en conciencia y la fundamentación jurídica del mismo. Incluso, si el resultado es el mismo pero la argumentación diferente, se puede hacer así. En el peor de los casos, que sucede y sucederá y por eso la ley lo contempla, si el que pierde la votación es el ponente de la sentencia, deberá dejar que sea uno de los mayoritarios quien la redacte. Nada se dice de lograr sea como sea la unanimidad. Es una figura, pues, extraña, que me extraña que no extrañe a nadie cuando se plantea.

A veces pienso que cuando se habla de blindar una sentencia, se habla de varias cuestiones diferentes: una es la de blindar al tribunal frente a la crítica y a la opinión pública en un tema de fuerte controversia social

¿Cómo se puede saber desde el momento uno que la sentencia será por unanimidad? Pues sólo estando dispuesto a forzar que así sea. Si tal forzamiento se produjera a base de razonar jurídicamente hasta la extenuación, hasta lograr que todos los magistrados queden convencidos de la solución y los argumentos del ponente, podría ser interesante. Un gran e inacabable debate jurídico. Sólo que eso es muy complicado, no sucede siempre ―ni siquiera en temas y casos habituales y comunes―, cuanto más difícil que así sea en una cuestión como la que nos ocupa en la que es tan difícil apreciar el encaje del tipo y en el que, al menos fuera del tribunal, hay juristas que ven las cosas de forma diametralmente opuesta. Hablo de buenos penalistas y de buenos magistrados a los que hace mucho que no oirán decir públicamente ni mu. Por eso me resulta curioso pensar que siete magistrados del Tribunal Supremo lo hayan visto finalmente todo exactamente igual. Todos los puntos. Todas las dificultades.

A veces pienso que cuando se habla de blindar una sentencia, se habla de varias cuestiones diferentes. Una es la de blindar al tribunal frente a la crítica y a la opinión pública en un tema de fuerte controversia social. Otra es la de intentar evitar que tribunales llamados a analizarla a posteriori tengan ya en los votos los elementos en los que flaquea jurídicamente la resolución y, por último, y no menos importante, ofrecer un resultado sin fisuras para que éste produzca resultados políticos contundentes y que no puedan ser cuestionados. Nunca he tenido muy claro si esta es la finalidad de una sentencia ni la misión de un tribunal.

Si la unanimidad no se produce por convencimiento jurídico absoluto ―y creo que en este caso esto es muy difícil―, ¿de qué habla la unanimidad? ¿Es acaso buscar soluciones de compromiso entre los magistrados? Esto es habitual en tribunales que tienen un claro componente político, como el Tribunal Constitucional, pero también puede producir engendros que contengan una toma de posición que no sería suscrita íntegramente por ninguno de los jueces. Algo así les pasó en el primer tribunal del caso de La Manada. Claramente hubo una transacción entre los dos magistrados que querían condenar, uno por violación y otro por abusos, y así nació una sentencia cuyos hechos probados no casaban con la calificación jurídica de los hechos. Pero si lo que sucede es que se aceptan delitos en los que no se cree a cambio de descender peldaños en las formas de autoría, por ejemplo, estaríamos ante un chalaneo impropio.

No, la unanimidad no es un bien per se. Y es que a priori parece más rica la pluralidad y la existencia de votos particulares, pues suelen reflejar mejor, en casos muy complejos, las diferencias jurídicas que de hecho existen. Este invento, ya les digo, el invento de la unanimidad unánime es bastante reciente. En este país se ha condenado por terrorismo de Estado a un ministro del Interior y se ha hecho con una sentencia del Tribunal Supremo que contenía votos particulares. Nadie cree que esa sentencia sea peor que si hubiera sido unánime, ¿no?

Más bien parte del miedo tiene que ver con esas experiencias en las que, por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha señalado vulneraciones flagrantes, como la doctrina Parot, usando el magnífico voto particular de la magistrada del TC Adela Asúa. Otro caso en el que se demostró que hacer justicia pasa por asumir las versiones divergentes y no por intentar blindar las sentencias, sobre todo las que quiere el poder que se blinden.

Una sentencia no es un Panzer. Una sentencia no precisa protegerse y menos del derecho.

No falta ya nada. Veremos.