No es muy difícil claudicar
Esto empieza a ser un laberinto
¿Dónde está la salida?”
Barricada

Estos días he asistido en directo a muchos testimonios de afectados por la guerra. Una de estas conexiones se realizaba en directo con dos ucranianos desde la ciudad asediada de Mariúpol. Uno de ellos, un hombre joven, acaba de perder a su padre en el bombardeo de la zona residencial en la que tenía su casa y en la pantalla cortada se veían dos fotos cedidas por los entrevistados: una casa de dos plantas, rodeada de un hermoso jardín florido, en el antes y una ruina de cascotes quemados, en el después. La realidad es tan desalentadora que, de pronto, la entrevistadora les pregunta: ¿y hasta cuándo resistir? ¿No sería mejor entregarse y conseguir salvar la ciudad? Mariúpol es del tamaño de Cádiz, lo acaba de decir la mujer entrevistada, que conoce bien la lengua y que ha vivido en España, pero su cara de estupefacción al oír la pregunta es transparente en todos los idiomas. “¿Cómo entregarnos? ¿Qué vamos a conservar si todo está destruido? ¿No ves que si ahora entregamos nuestra ciudad, la muerte de mi padre y la de todos los demás habrá sido inútil? ¿Tú entregarías tu casa si alguien entrara en ella para que no la destrozaran?”. Queda claro que en la retaguardia occidental hemos perdido la perspectiva, el valor de las cosas que no son materiales, la ponderación de aquello por lo que nos sacrificaríamos.

Es muy importante esa pérdida de perspectiva o, mejor, esa excesiva ponderación de lo nuestro propio: nuestra vida, nuestra casa, nuestro bienestar. Si en algo no iban muy erradas las estimaciones de Putin era en la falta de músculo de los europeos, primero para detectar el riesgo y, segundo, para hacerle frente. ¿Qué merece sacrificio, aunque sea de la vida? Yo nunca he tenido duda sobre la respuesta: la libertad. No aceptar la dominación y el silencio, el sometimiento y la dictadura. Antes les hubiera dicho que éramos muchos, ahora ya no sé qué pensar. Y si uno sacrificaría la vida, ¿importa dejar de comer un Danone? ¿Es grave aparcar el coche y coger el autobús? ¿La leche sin lactosa es de importancia vital? Y, ¿si no hay patatas bravas, puedo soportarlo?

Así las cosas, el gobierno de Sánchez tiene que asumir que no va a tener tregua y en parte, como les dije en ¿Qué huevos te rompo?, es cuestión de nuestra sociedad, de la situación política y de la propia inestabilidad de su gobierno y en otra de su falta de habilidad para manejar todo lo anterior. No vale solo con decir “la guerra tendrá consecuencias”. No es suficiente con hacer realpolitik a la manera magrebí —endiablada, por otra parte— y luego estar atado de pies y manos para explicarte con los tuyos en un plazo razonable. No tiene sentido seguir clamando por la deslealtad de la ultraderecha, cuando tal vicio va en su naturaleza y lo importante no es señalarla o asustar con ella, sino ser capaz de dominarla. Los cartuchos del lobo que viene están agotados. El lobo está ya entre nosotros y no solo Sánchez y sus ministros, todos, corremos el riesgo de que vestido de cordero sea capaz de crear la inestabilidad social que busca para lograr alcanzar el poder. El que quiere conocer el riesgo, ya lo conoce; el que no lo ve, no es probable que lo vea ya.

Cuando el enemigo, incluso el socio, no va a darte tregua, solo te queda apretar los dientes y decidir cómo y cuándo das la pelea. La pelea del gobierno español pasa por controlar los daños colaterales económicos de la batalla del este, por asegurar el suministro energético, por conseguir que el flujo económico por la pandemia se aproveche y por lograr que lleguen otros para las consecuencias de la guerra y, si es posible, en mejorar la posición española en las instituciones internacionales

No va a haber tregua ni para Sánchez en el interior ni para las democracias occidentales en el exterior. Cuando el enemigo, incluso el socio, no va a darte tregua, solo te queda apretar los dientes y decidir cómo y cuándo das la pelea. La pelea del gobierno español pasa por controlar los daños colaterales económicos de la batalla del este, por asegurar el suministro energético, por conseguir que el flujo económico por la pandemia se aproveche y por lograr que lleguen otros para las consecuencias de la guerra y, si es posible, en mejorar la posición española en las instituciones internacionales. Los mismos deberes que tienen todos los demás de forma inseparable. Puigneró, por mucho que diga, tampoco podría hacerlo en solitario. En la circunstancia política española es importante también que en todo lo anterior Sánchez y el PSOE no se dejen el pellejo del todo, porque no solo su partido necesita que llegue con aliento a la convocatoria electoral, sino que todo aquel que le ve las orejas al lobo sabe que la otra combinación —Feijóo, Abascal— en ningún caso sería mejor. 

En el caso del paro de los transportistas se aprecian además algunas características particulares. La plataforma convocante, a través de las redes, no está identificada ni se conoce quién la forma, más allá de algún portavoz. La huelga no se ha convocado legalmente y, por este motivo, no se han podido decretar servicios mínimos como se hubiera hecho en cualquier huelga que afecte a un sector primario o esencial. Parece, además, que las ayudas al combustible no son suficientes y que reivindican una especie de cambio estructural que acabe con la estructura de subcontratas que lleva más de una década vigente. ¿De qué manera? ¿Están pidiendo una ley? Imposible saberlo, pero un Estado, sea el español u otro, no puede aceptar que los suministros básicos del país queden paralizados en una huelga salvaje, sea del sector que sea. Una cosa es negociar, a lo que un gobierno debe estar dispuesto siempre con interlocutores identificados y representativos, y otra es presionar, y a la presión o el chantaje de grupos sin identificar, movidos por perfiles de redes sociales.

El gobierno de Sánchez tiene que impedir que todos los sectores y consumidores se conviertan en rehenes de una huelga que no contempla ninguna legalidad y cuyas reivindicaciones son como poco difusas. Quizá es muy pronto para recurrir al Ejército, como ha pedido Feijóo, pero tampoco me parece sensato negar esa posibilidad de forma taxativa, como ha hecho la ministra Robles. Recordemos que el artículo 4 de la ley que regula el Estado de alarma, recoge que el Gobierno, en solitario, podrá decretarlo durante quince días en casos de: “paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad, cuando no se garantice lo dispuesto en los artículos veintiocho, dos, y treinta y siete, dos, de la Constitución, concurra alguna de las demás circunstancia o situaciones contenidas en este artículo” y “situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad”. A lo mejor es lo que algunas manos que mecen la cuna están buscando porque no parece el mejor momento para montar este cirio, pero siempre hay quien saca ganancia del río revuelto y no suelen ser los pescadores.