Una cosa es que Pere Aragonès quiera agotar la legislatura y otra bien distinta que pueda. Es normal que lo intente, porque en principio no hay ningún dirigente político que esté dispuesto a dejar la silla antes de tiempo, pero como no tiene mayoría absoluta puede resultarle mucho más complicado hacerlo. Sobre todo porque esta vez todo puede depender de un factor externo que no controla, pero del que los partidos catalanes —ERC, JxCat y la CUP— son directamente responsables y temen como nunca las consecuencias: la abstención independentista en las elecciones españolas de este 23 de julio.

¿Qué hará si la abstención iguala o supera la de los comicios municipales del 28 de mayo y deja la representación de las tres formaciones en las Cortes españolas —Congreso y Senado—, y de manera muy especial la de su partido, en mínimos históricos? ¿Hará como el presidente español, Pedro Sánchez, que tras los malos resultados obtenidos por el PSOE se vio obligado a adelantar las elecciones españolas en lugar de mantenerlas para final de año en un intento de salvar los muebles, y él también anticipará las elecciones catalanas? ¿O tendrá la tentación de seguir adelante con el mandato como si nada hubiera ocurrido y dejará que sean cuando tocan, esto es, en febrero de 2025? Tratar de agotar la legislatura en este último supuesto sería una temeridad, pero en política está sobradamente demostrado que nada es imposible.

La voluntad del 132º presidente de la Generalitat ha sido siempre la de gobernar los cuatro años que le corresponden y celebrar las elecciones antes de lo previsto no ha figurado nunca en su calendario. Con esta intención, de hecho, llevó a cabo los últimos cambios en el Govern, prescindiendo de consellers muy cuestionados como Josep González Cambray en Educació y Juli Fernàndez en Territori y recuperando nombres de peso dentro de ERC como Anna Simó y Ester Capella. Una decisión hasta cierto punto sorprendente, en la medida en que en realidad supone echarse piedras en su propio tejado, porque hasta ahora los anteriores presidentes de Catalunya nunca habían dado a la oposición la satisfacción de cortar la cabeza a los consellers más censurados. Al contrario, cuanto más críticas recibían, más tenían el cargo asegurado. Pere Aragonès, en cambio, con un movimiento de estas características, reconoce que tienen razón quienes le dicen que encabeza un gobierno débil, y ni siquiera está claro que con la remodelación haya hecho variar esta percepción.

Si se hubieran esforzado tanto como lo han hecho a la hora de denigrar y criminalizar la abstención y de agitar el fantasma del miedo a la extrema derecha en, por ejemplo, aplicar el mandato del referéndum del 1 de Octubre, probablemente la situación del país ahora sería distinta

Es una evidencia que ERC tiene la minoría más exigua que ha tenido nunca ninguno de los otros partidos que ha gobernado la Generalitat. Y es por ello que, a pesar de no desearlo, puede verse abocada a tener que adelantar los comicios catalanes si los resultados del 23 de julio no acompañan. En una situación así, sería muy complicado aguantar la presión mientras toda la oposición en peso, del PSC al PP, Cs y Vox, pasando incluso por JxCat y la CUP, procuraría, sin la menor piedad, hacer astillas de árbol caído. Pero como el único que tiene la potestad de llamar a las urnas es el presidente de la Generalitat, será Pere Aragonès quien tendrá la última palabra, como la tuvo en su momento José Montilla agotando el mandato en 2010, a pesar de que cada día que pasaba sin que hubiera elecciones el PSC iba perdiendo fuelle y, cuando finalmente se celebraron, perdió carros y carretas con uno de los peores resultados de su historia.

La clave reside en si estos partidos falsamente independentistas que son ERC, JxCat y la CUP han sabido entender el mensaje de la abstención del 28 de mayo, lo que, a la vista de las reacciones que han ido teniendo, no parece ser así. De hecho, lejos de comprenderla, se han dedicado a combatirla, y este ha acabado siendo en realidad el leitmotiv de las respectivas campañas, que ha eclipsado cualquier posible propuesta programática, si es que ha habido alguna interesante más allá de la reedición del mercadeo autonomista de siempre. Si se hubieran esforzado tanto como lo han hecho a la hora de denigrar y criminalizar la abstención y de agitar el fantasma del miedo a la extrema derecha en, por ejemplo, aplicar el mandato del referéndum del 1 de Octubre, probablemente la situación del país ahora sería distinta. Pero como se ve que solo les preocupa el mantenimiento del vedado de cada uno y de las cuotas de poder que lleva asociadas, disparan a diestro y siniestro contra la abstención en un intento desesperado de frenar un castigo que en los comicios locales les pasó una primera factura que no se esperaban.

Y no se la esperaban porque todos han cometido el error de creer que el suyo era un electorado que se lo tragaba todo sin rechistar y al que podían hacer todo lo que quisieran y nunca les plantaría cara. Pero resulta que le han enredado tanto, le han engañado tanto, le han utilizado tanto, le han maltratado tanto, le han menospreciado tanto, le han decepcionado tanto, le han vendido tanto, le han traicionado tanto, y ahora le insultan tanto, que al final se ha hartado y ha dicho basta. Por eso, una parte importante de los votantes independentistas ha decidido dejarles de votar y quedarse en casa. Porque, si ERC, JxCat y la CUP han dejado de ser independentistas —si es que alguna vez lo habían sido de verdad—, ¿por qué el votante independentista, que en ningún caso ha dejado de serlo y que precisamente por ese motivo se ha quedado sin partidos ni líderes políticos que le representen, debería seguir votándoles? Si, en consecuencia, a estas elecciones españolas, como ocurrió en los comicios municipales, no se presenta ningún partido independentista, ¿por qué pretenden que los independentistas les voten a ellos?

El problema de fondo es si sabrán o querrán entender el mensaje de un hipotético segundo voto de castigo. Y aquí, si se produce, es donde a Pere Aragonès tendrá trabajo ante la necesidad imperiosa de tener que afrontar un doble dilema. Por un lado, el de escoger entre sí avanza las elecciones catalanas o prefiere resistir como sea y deja que la legislatura vaya siguiendo su curso. Por otro, el de desconocer, si elige anticiparlas, si ello será entendido como una claudicación o si se convertirá en un nuevo revés también en forma de abstención, el tercero, y quién sabe si el definitivo para que los partidos actuales acaben sucumbiendo. Y es que, si no cambian mucho las cosas, el tercer capítulo del independentismo quedándose en casa, o váyase a saber si buscando opciones alternativas, puede causar aún más estragos y provocar que, tarde o temprano, todos agonicen igualmente.