Ayer salió a la luz pública una nueva entrevista que reitera, una vez más, la obviedad que todo el mundo ya sabe. Que Carles Puigdemont, mi estimado Carles el Grande, que Carles el Intrépido, cometió un error histórico, de nefastas consecuencias, al suspender la declaración de independencia de Catalunya. Al menos durante octubre de 2017 estuvimos bastante cerca de la separación de España, mucho más cerca que en octubre de 1934, o en abril de 1931, o en enero de 1641. Me replicarán diciendo que, durante entonces aún nos continuaba faltando mucho para la definitiva separación. No digo que no, no digo que no, porque el divorcio de España se parece cada vez más a un divorcio a la italiana. Pero también sé, a través de un indómito diplomático catalán que, durante aquellos días revueltos, en las cancillerías de Berlín, de Viena, de Praga no hablaban de independentismo mágico, ni hablaban de procesismo, ni de faroles, ni hablaban de las bonitas teorías de la confabulación de Alfons López Tena. De lo que hablaban, en ese momento concreto de nuestra historia reciente, era de la inminente independencia de Catalunya, impulsada por Carles Puigdemont. A mí, como a la mayoría, me da igual si el presidente de la Generalitat es auténticamente independentista o no, a mí lo que me interesa es que se ponga manos a la obra. Al fin y al cabo, Francesc Macià era independentista y terminó retrocediendo y, en cambio, Lluís Companys no era independentista y terminó proclamando el Estado Catalán. A mí me gustan los políticos por lo que hacen o por lo que dejan de hacer, esto no es un concurso de ideas. Quien quiera ideas puede encontrarlas de todos los precios en el mercado de la filosofía, de los asesores políticos, a las agencias de publicidad.

Me parece muy bien, admirable, que Carles Puigdemont reconozca sus errores, aunque nunca sabremos si el de Amer, en el fondo, evitó un baño de sangre, vista la mala leche de los militares españoles desbocados. Tengo la más profunda admiración por las convicciones éticas, morales y humanas del Muy Honorable. También pienso que Puigdemont tiene mucha gracia cuando toca la guitarra y cuando se hace una fotografía enseñando las suelas gastadas de sus zapatones. Pero lo que no puedo entender es a qué se dedica el líder de los catalanes, ahora y aquí. Después de llorar por la leche derramada, después de mirar atrás, después de los golpes en el pecho, ¿existe algún otro mensaje? Me parece difícil de creer que un periodista no comprenda las oportunidades que estamos dejando correr, desde el punto de vista informativo. Que durante los tres meses de pandemia el independentismo político ha tenido un vacío informativo colosal que podría haber aprovechado para contrarrestar la patética imagen de una España militarizada e inoperante, la de Pedro Farsánchez. No puedo ni quiero entender que los ritmos vitales, biográficos, personales, de Carles Puigdemont condicionen de forma tan marcada la agenda independentista. Diríase que el puigdemontismo haya desaparecido. En la prensa de Catalunya, excepto un servidor, no veo que quede nadie, que hable nadie, todos los demás comentaristas políticos se sitúan más o menos en las órbitas engañosas de los partidos, de los centros del poder y del dinero. Incluso los enemigos convergentes de Puigdemont han encontrado un momentito para hacerse un partido nuevo y plantar cara. Incluso los del PSC y del PSOE han tenido la capacidad de orquestar campañas de demagogia y de desinformación para tratar de manipular al personal. La manera de entender la política de Carles Puigdemont se parece cada vez más a la inmensa sala de espera de un aeropuerto sin aviones, de un sebastianismo sin su caballo blanco. El mesianismo pide, por razones de guión, que el mesías no acabe regresando nunca. Pero es que el independentismo no es mesiánico. Del mismo modo que se ha olvidado de otros políticos puede perfectamente prescindir del Hamlet de Waterloo.