1. EJEMPLO O ANOMALÍA. Josep Tarradellas era un político mayúsculo. O eso dicen. Sin embargo, al presidente no le gustaba que las mujeres trataran cuestiones políticas. Hacía una excepción con su amiga Frederica Montseny, pero no más. Temía el juicio de las mujeres, incluida la suya, porque consideraba que podía afectar a la opinión del marido sobre otros políticos. Al margen del sorprendente poder maquiavélico que Tarradellas atribuía a las mujeres en la esfera privada, parece mentira que un político capaz de firmar, en tanto que conseller primer, el decreto de colectivizaciones y control obrero que fijó las bases de una socialización de la economía al inicio de la guerra civil, despreciara la igualdad de las mujeres. Supongo que debió ser por eso que cuando aterrizó en Barcelona en 1977 prohibió que las mujeres llevaran pantalones en la Generalitat y obligó al conseller Ramon Espasa, del PSUC, a retirar una campaña de sensibilización ciudadana, la primera en todo el estado, sobre el uso de los condones y diafragmas. La prohibió el mismo hombre que en 1937 había promovido la ley catalana del aborto. Está claro que es más fácil decretar la socialización de la economía que defender la igualdad de las mujeres o la libertad sexual. Ya sé que me dirán que Tarradellas era un hombre de otro tiempo. Sí, lo era, pero eso no me sirve para explicar, sobre todo si me lo planteo desde una perspectiva de género, el porqué de esta contradicción. Es más estructural que contextual.
Las mujeres que actúan en política tienen que soportar un permanente estado de excepción. Además, son más escrutadas desde un punto de vista personal que los hombres. La estética cuenta mucho. Todavía recuerdo un chiste que se hacía a propósito de qué tapaban las faldas largas, por debajo de la rodilla, de la primera ministra israelí, nacida en Kíiv —Ucrania— en 1898, Golda Meir. Se lo pueden imaginar: los cojones que tenía aquella mujer, capaz de plantar cara a los árabes que querían echar a los judíos de Palestina y la derecha judía, extremista por naturaleza. La valentía siempre se mide con los atributos masculinos. "Seny, pit i collons!" ('sensatez, pecho y cojones'), llevaba en su móvil Tito Vilanova, el desaparecido entrenador del Barça. Es un lenguaje masculinizado que a veces se maquilla con otras manías, como el antisemitismo, en el caso de Meir, o la oposición al conservadurismo de Margaret Thatcher, la Dama de Hierro. Jacinda Ardern ha anunciado que dimitirá pronto, y, de golpe, ha empezado a recibir unos elogios desmesurados que nadie hizo cuando se filtró el vídeo de la primera ministra finlandesa, Sanna Marin, bailando a pedir de boca en una fiesta con amigos, como hace cualquier persona. La polémica subió tanto de tono, que se tuvo que disculpar. La feminidad de las imágenes era insoportable en ojos de los puritanos, como si aquella fiesta privada fuera comparable a las parties que Boris Johnson montaba en el 10 de Downing Street en plena pandemia. Ni las muestras de sororidad la salvaron.
Se espera que las mujeres actúen muy diferente que los hombres, no solo por las políticas que implementan, sino también por las formas.
2. QUIÉN SEGUIRÁ EL EJEMPLO. A Elsa Artadi también se le vació el depósito. Las palabras que utilizó la antigua consellera de la Presidència el día que dijo adiós a la política fueron exactamente las mismas que ha utilizado ahora la primera ministra neozelandesa para anunciar que deja el cargo: "No puedo más, no me siento con fuerza para continuar". Artadi también era una mujer que practicaba la política de la amabilidad, que se atribuye a Ardern, aunque nadie se lo reconociera. Nueva Zelanda se encuentra en las antípodas de Catalunya, y es imposible observar el detalle de la política neozelandesa. Por eso es tan fácil escribir sobre Ardern y tan difícil ver las virtudes que pueda tener una mujer que conocemos, que vive cerca de nosotros, y que voluntariamente se retira de la política porque confiesa estar agotada. Seré claro. Me creo más a Artadi que a Ardern. Para empezar, porque en la neozelandesa todos los actos son calculados, como ponerse un velo en la cabeza o una capa maorí. Además, Ardern se va a medias. Anuncia que dejará el cargo de primera ministra el mes de febrero, pero que retendrá el acta de diputada hasta las próximas elecciones, que se tienen que celebrar en octubre, y las previsiones no auguran nada bueno para su partido. Cuando Artadi anunció la retirada, visiblemente emocionada, dejó todas las responsabilidades políticas: en el Parlamento, en el Ayuntamiento de Barcelona y en la dirección de Junts. Su depósito sí que estaba realmente vacío. Parecía resquebrajado y todo. No había cálculo. El hecho de que se retirara fue fruto de una dolorosa reflexión vital. Pero elogiar a Artadi habría sido una osadía, una novedad, en un país de sectarios. Como máximo, alguien recordará, porque es hombre y futbolista, la confesión que soltó Pep Guardiola cuando se fue del Barça: "Me he vaciado y necesito llenarme".
Tarradellas marginaba a las mujeres a partir de sus prejuicios masculinos. Los comentaristas elogian o menosprecian a las mujeres según la ideología. Las mujeres consideradas de derecha, o que se reivindican liberales, se ve que no son merecedoras de ningún elogio. Se espera que las mujeres actúen muy diferente que los hombres no solo por las políticas que implementan, sino también por las formas. Pero si no lo hacen, si las formas son como las de toda la vida, entonces la afinidad ideológica del comentarista con una de las dos políticas sirve para salvarla o condenarla. No se trata igual a Isabel Ayuso que a Ada Colau. Quiero decir que sus actos no son valorados de la misma manera, aunque a veces se parezcan, porque las filias y las fobias destrozan la objetividad. Os pongo un ejemplo. El código ético de los comunes establece que los cargos públicos tienen que limitar su mandato a dos legislaturas consecutivas", que será excepcionalmente prorrogable a una más si cuenta con la validación ciudadana, que es tanto como decir con unas primarias abiertas. Los comunes resolvieron la cuestión como hacen en todos los partidos tradicionales: con una votación interna, sin consultar a la ciudadanía. Harán lo mismo para validar el tercer mandato de Janet Sanz, concejala desde el 2011. Ellas, como Ardern y Artadi, deciden cuándo se quieren ir, pero su cómo no tiene nada que ver con una manera diferente de hacer política, que es el atributo de las otras dos —al menos aparentemente— cuando se han quedado sin gasolina. Los hombres optarían por hacer lo que han hecho Colau y Sanz, eso es bien cierto, y tampoco se irían a casa.