“Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa.”
Montesquieu

En democracia las leyes se debaten en el Parlamento y, además, se someten a un debate social amplio y plural, libre y sin coacciones, en el que puedan expresarse abiertamente todas las dudas, imprecisiones legislativas o peligros que puedan, a criterio de los ciudadanos, encontrarse en las mismas. Así lo hemos hecho siempre. Debatimos en el espacio público desde las leyes más especializadas —el Código Penal, los presupuestos o la ley orgánica del Poder Judicial— hasta las más inocentes, como las que intentan mejorar nuestra alimentación.

No les descubro nada si les digo que hay una ley tramitándose en el Congreso que algunos pretenden aprobar por la vía de la emergencia, casi de tapadillo, sin un verdadero proceso de enmiendas y, por supuesto, sin debate público. Pero, ¿no hay que debatir si la mera expresión del deseo de “toda persona” puede forzar la “rectificación” de la mención registral del sexo en el Registro Civil? Miren que hasta los ingresos hay que justificarlos para evitar el blanqueo o que hay que presentar un empadronamiento para cambiar el domicilio. ¿No hay que debatir que se reforme el Código Civil para sustituir las palabras padre y madre por "progenitor gestante" y el término viuda por el de “cónyuge supérstite gestante”? Sin entrar en otras honduras, que las hay, ¿no podemos debatir cómo se nos redefine por ley? ¿No podemos disentir de la hormonación de menores sin estar seguros de que tienen disforia de género? Me choca cuando hasta el ibuprofeno de 600 mg precisa de indicación médica. ¿Y si sólo están confundidos por su propia transformación adolescente? ¿No es digno de controversia poder enajenar la patria potestad si se cuestionan los autodiagnósticos de los hijos? ¿No podemos considerar gravemente atentatorio contra las libertades democráticas que se sancione a todo aquel que en el futuro disienta de esta normativa?

Es una tropelía democrática que se pretenda hacer un cambio de ingeniería social sin escuchar a la sociedad a la que también afecta, y de forma muy importante, el contenido de la ley

El proyecto de ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI no se está debatiendo en todas las tertulias no porque no sea relevante o no contenga disposiciones muy polémicas, sino porque se ha instaurado una especie de policía del terror por la cual, quien pretenda plantear oposición o tan siquiera dudas, es objeto de lapidación contemporánea. Esa ley, con un título tan extraño, que menciona dos veces a las personas transexuales —la T de LGTBI ya las identifica, ¿o es que trans es otra cosa como transgénero?— ha provocado linchamientos digitales, insultos, intentos de cancelación de profesionales de la psicología y de la psiquiatría, de activistas y de feministas con décadas de lucha a sus espaldas y, por supuesto, también de periodistas. Algo debe pasar. Las leyes no se hacen con matonismo ni con amenazas veladas ni con espantadas, las leyes se hacen en democracia con debate y escuchando a los expertos y a la soberanía popular.

Hasta este momento, muchas personas se habían puesto de perfil o habían expresado su opinión crítica con el proyecto de forma limitada. Es ahora, cuando el Ministerio de Igualdad y Podemos han puesto la directa para forzar a que la ley sea promulgada antes de que acabe el año, “porque así nos hemos comprometido con el colectivo”, cuando están empezando a salir a la luz las amplias oposiciones de sectores del PSOE, de gran parte del feminismo, de científicos y de juristas unidas a las de otros partidos de las cámaras. Ayer Carla Antonelli se dio de baja de militancia en el PSOE, “por los retrasos en la ley trans”, y Podemos ha acusado a su socio de retrasar de forma filibustera ese proyecto de ley y no descarta “que reabra el debate de la autodeterminación de género”. Yo desde aquí quiero agradecerle que lo haga, que lo abra. Y el proyecto de ley lo que consagra es de la autodeterminación del sexo. No mareen con las palabras.

Varias de las enmiendas que se han presentado son muy pertinentes. Por ejemplo, que en toda la ley se cambie “trans” por “transexual”, y es que un prefijo no es un concepto y lo que parece un simpático apócope no es sino una forma de intentar ocultar que la ley no habla solamente de transexuales —que, insisto, ya van en la T de LGTBI— sino de transgénero. Ese salto no se puede intentar dar a espaldas de la sociedad.

Yo tengo mi posición. No comparto la llamada filosofía queer, que, en mi opinión, no resiste un análisis filosófico serio. Probablemente la mitad del miedo a expresar las dudas sobre esta legislación por parte de la población tiene que ver con el enredo conceptual y el neolenguaje con el que se exponen tales teorías. Desde luego, como la gran mayoría de la sociedad española, estoy a favor de los derechos de los transexuales y de toda una legislación, por cierto ya existente pero mejorable, para su plena integración en total igualdad en la sociedad actual y para el establecimiento de políticas de discriminación positiva que lo aseguren. Pero es que esta ley no va de esto o, al menos, tenemos todo el derecho a debatir si va de transexuales, como quieren hacer ver a los incautos, o de transgeneristas queer.

No se puede aprobar esa ley sin un debate profundo y sin engaños. Y como un periodista no es sino un transcodificador semántico, ¡trans- precede a tantas cosas!, devenía obligada a traducir algunos de los opacos arcanos que oculta el texto legislativo.

En el machacón “autodeterminación de género” se esconde un sofisma. No es comprensible que autodeterminarse como catalán sea imposible y autodeterminar el sexo no precise ni de un justificante científico. Es una tropelía democrática que se pretenda hacer un cambio de ingeniería social sin escuchar a la sociedad a la que también afecta, y de forma muy importante, el contenido de la ley.

Y antes de los insultos: lo único que odio es que nos tomen por tontos o por cobardes.