La reciente condena al fiscal general del Estado ha generado una convulsión política, mediática y jurídica que, si bien afecta al corazón institucional del Estado, no debería sorprender a ningún jurista mínimamente objetivo e intelectualmente honesto. El caso se ha presentado como una supuesta persecución política contra el núcleo duro del sanchismo, pero una mirada más rigurosa revela una realidad mucho más compleja y, sobre todo, incómoda para quienes durante años han cerrado los ojos ante prácticas similares cuando las víctimas eran otras: el independentismo catalán y quienes lo defendían. Hoy, cuando las tornas han girado, quienes callaron o aplaudieron la represión descubren súbitamente los peligros de una maquinaria que nunca dejaron de alimentar.
Existe una diferencia fundamental entre la represión sufrida por el independentismo catalán y los procedimientos actuales contra dirigentes socialistas: mientras los primeros fuimos perseguidos por nuestras ideas políticas o nuestro desempeño profesional, los segundos lo son por actos concretos, susceptibles de reproche penal.
El independentismo padeció actuaciones penales, policiales, tributarias y mediáticas basadas en un desacuerdo ideológico con sus objetivos políticos; se construyó un “enemigo” y se legitimó todo lo que fuera útil para neutralizarlo. En cambio, lo que afecta hoy al entorno de Pedro Sánchez no está relacionado con el ejercicio de derechos políticos, sino con graves hechos presuntamente delictivos. Confundir ambos planos es un error histórico y moral.
El relato dominante ha querido situar la represión del independentismo como un fenómeno propio del Gobierno de Mariano Rajoy. Sin embargo, el análisis jurídico, procesal, estadístico y mediático de los últimos años demuestra que fue bajo el Gobierno de Pedro Sánchez cuando el aparato represivo adoptó formas más sofisticadas, más perversas, más invisibles y, sobre todo, más sistemáticas.
La cooperación entre determinadas fiscalías, unidades policiales, aparatos tributarios y medios afines generó una maquinaria muy eficaz para erosionar derechos fundamentales sin generar grandes escándalos públicos. Álvaro García Ortiz no fue ajeno a ese funcionamiento: lo dirigió, lo avaló y lo potenció. Su condena no es una anomalía; es la consecuencia natural de un sistema que él mismo ayudó a consolidar.
Desde un punto estrictamente técnico, la condena del fiscal general no es sorprendente. Las pruebas indiciarias practicadas durante el juicio oral permiten reconstruir con claridad la dinámica comisiva de la revelación de información reservada. El debate no gira en torno a si los periodistas tenían una fuente —un extremo que forma parte de la lógica del periodismo de investigación que no debe confundirse con el periodismo de filtraciones—, sino a si García Ortiz intervino en una cadena de revelaciones prohibidas por la ley. Y los indicios, concatenados y razonados conforme a la jurisprudencia más consolidada, permiten sostener sin demasiada dificultad la autoría de esos hechos.
Que la fuente periodística siga protegida, como debe ser, no elimina la responsabilidad de quienes, desde posiciones institucionales, manejan información sensible y están sometidos a estrictos deberes de sigilo —parte del truco mediático ha sido pretender confundir a “la fuente” con el “revelador”. En este caso, el elemento objetivo de la conducta y la conexión indiciaria entre el cargo y la filtración configuran un escenario que ningún jurista honesto puede calificar de sorpresivo.
Lo que resulta llamativo no es la condena, sino el olvido colectivo de que Álvaro García Ortiz ha sido, durante años, uno de los brazos ejecutores de la política represiva contra el independentismo catalán. Su trayectoria al frente de la Fiscalía General y, antes, como número dos, se caracteriza por una participación activa en estrategias dirigidas a erosionar derechos fundamentales mediante filtraciones, querellas selectivas, operaciones mediáticas y una visión patrimonialista de la Fiscalía.
La sentencia aún no se ha hecho pública, y, por tanto, su contenido deberá ser analizado con rigor cuando se conozca. Sin embargo, resulta evidente que la maquinaria mediática afín al Gobierno de Pedro Sánchez ha activado ya una estrategia de deslegitimación preventiva. Da igual cuál sea el contenido exacto de la sentencia: la reacción política y narrativa estaba preconfigurada.
El mismo ecosistema mediático que durante años respaldó sin fisuras actuaciones ilegales contra el independentismo, ahora se erige en defensor apasionado de una injustificable versión de lo que debe entenderse por Estado de derecho. La contradicción es evidente: quienes antes justificaban cualquier desviación del poder punitivo porque afectaba al “enemigo”, hoy denuncian golpismo cuando las decisiones judiciales afectan a uno de los suyos.
El escándalo no es la condena: es la incapacidad de quienes hoy claman contra la supuesta persecución para reconocer que los mecanismos que ahora los golpean fueron denunciados durante años por los sectores que ellos mismos estigmatizaron. Muchos juristas, activistas y defensores de derechos fundamentales señalamos, una y otra vez, que la arquitectura represiva del Estado español operaba al margen del control judicial efectivo, con una connivencia inquietante entre aparatos policiales, fiscales, tributarios y mediáticos.
Frente a esas denuncias, la respuesta fue el silencio cómplice. Hoy, cuando las víctimas ya no son independentistas ni su entorno, sino figuras centrales del espacio político que alimentó ese silencio y utilizó los recursos públicos para reprimir, se rasgan las vestiduras y hablan de persecución, lawfare o activismo judicial. Pero la realidad es más simple: están descubriendo que el poder sin controles siempre termina pasando factura.
En todo caso, no debemos perder de vista que el verdadero detonante de la actual crisis institucional no es la sentencia —que aún no la conocemos—, sino la promulgación de la ley de amnistía. Esta norma ha tensionado el sistema hasta extremos insospechados porque ha puesto en evidencia las contradicciones acumuladas durante años y ha obligado a un sector del poder a posicionarse en un escenario de pérdida de control.
Defender a quien construyó parte esencial del aparato que te perseguía es un error que confunde adversario ocasional con aliado estructural
La reacción no ha sido hacia una regeneración institucional, sino hacia una implosión caótica que reproduce la polarización izquierda-derecha como si de un cortafuegos se tratara. Y en medio de ese caos, parte del independentismo ha salido en defensa de García Ortiz, uno de sus principales represores, como si la identidad política del perseguido configurase por sí misma su inocencia jurídica. La paradoja es difícil de justificar: defender a quien construyó parte esencial del aparato que te perseguía es un error que confunde adversario ocasional con aliado estructural.
Podrá gustarnos más o menos la sentencia del Tribunal Supremo y será legítimo discutirla cuando se publique. Pero lo que no puede aceptarse es la amnesia selectiva respecto de la actuación del propio Álvaro García Ortiz durante los años de Gobierno de Pedro Sánchez. Fue protagonista de filtraciones, estrategias de desgaste contra adversarios políticos, uso perverso de los instrumentos de control tributario y dinámicas institucionales que hoy él mismo padece.
Por eso, la cuestión central no es la suerte procesal de García Ortiz, sino el sistema que él contribuyó a consolidar: un sistema que utilizó la información sensible —personal, privada, tributaria— como arma, la Fiscalía como instrumento político y los medios como altavoces de filtraciones que nunca debieron producirse.
La condena a García Ortiz no es un rayo caído en cielo sereno: es el retorno inevitable de prácticas que durante años muchos denunciamos sin ser escuchados. La progresía española, hoy escandalizada, está simplemente enfrentándose a una realidad que contribuyó a normalizar. Y la lección es evidente: un Estado que permite la erosión de derechos fundamentales contra un colectivo político termina aplicando las mismas armas contra sus propios defensores cuando cambian las circunstancias.
En definitiva, la condena a García Ortiz no deja margen para la duda: su culpabilidad es evidente a la luz de las pruebas practicadas. Pero ese no es el auténtico desafío que enfrenta hoy el Estado español. Lo verdaderamente relevante es si esta situación servirá —o no— como detonante para la regeneración democrática tantas veces anunciada y siempre pospuesta. Y conviene decirlo con claridad: el Gobierno de Pedro Sánchez no está en condiciones de liderar ese proceso porque ha sido parte activa del deterioro institucional que ahora dice lamentar. La regeneración democrática solo será posible mediante un pacto amplio, serio y estructural entre todas las fuerzas políticas que estén dispuestas a transformar la actual formalidad democrática —que funciona más como un decorado que como una garantía efectiva de derechos— en una democracia sin adjetivos, exigente consigo misma y respetuosa con todos.
Para alcanzar ese horizonte es indispensable empezar por regenerar al propio partido en el Gobierno, atrapado en dinámicas internas más propias de una secta que de un partido político y que lo incapacitan para impulsar cambios profundos. Tampoco es sano para ninguna democracia que no existan alternativas ideológicas reales ni que la ausencia de alternancia en el poder se convierta en una forma de normatividad política que erosiona los contrapesos y asfixia la cultura democrática. Si esta crisis sirve para abrir un nuevo ciclo, será un paso adelante; si solo conduce a reacomodos superficiales, España seguirá atrapada en el mismo bucle de decadencia institucional que tantos han contribuido a construir.