Además de contenedores ardiendo y barricadas en Barcelona, el tórrido otoño ha traído a las pantallas dos interesantes películas que, en cierta manera, conectan con muchas de las líneas de fondo del momento presente, no solo en Catalunya sino en España y el mundo.

La primera, Joker, la génesis del famoso villano de Batman, protagonizada por un inmenso Joaquin Phoenix, una película que es como un martillazo, oscura, inquietante, turbadora, con la violencia como protagonista de principio a fin —¿puede haber justicia en la venganza, guerra justa, por brutal que sea ésta? (y todos conocemos la respuesta, que callamos, o miramos hacia otro lado)—. La violencia, como el poder, al que está íntimamente unida, porque lo constituye, está en todas partes, que diría Michel Foucault. Nos rodea y nos configura.

La segunda, Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, que narra el devastador choque con el fascismo del filósofo y escritor Miguel de Unamuno, interpretado por otro vasco, el gran Karra Elejalde. Don Miguel era un ilustrado español que, en su enésima decepción, la República, solo quería orden y vio como la entrada de las tropas de Franco en Salamanca, de cuya universidad era rector en esos días del verano y el otoño de 1936, le pasó por encima como una apisonadora.

Inolvidable —y disculpen el spoiler— la escena en que, tras el famoso discurso ante Millán Astray, en el Día de la Raza (12 de Octubre) –“venceréis, pero no convenceréis”—, Carmen Polo de Franco, esposa del futuro dictador, coge del brazo al viejo profesor, y lo saca de la sala entre el griterío amenazante y los insultos de los militares y jerarcas fascistas que declararon la muerte de la inteligencia. Ahora que, como Aznar prescribió, tanto se habla de las dos Catalunyas divididas y enfrentadas, la de los indepes y la de los supuestos olvidados, ahora que los columnistas serios proclaman la muerte de la Catalunya un sol poble como Nietzsche proclamó la muerte de Dios, convendría revisitar esa escena. Esa expulsión de Unamuno del paraninfo de la universidad de Salamanca, donde se ha proclamado la muerte de la inteligencia, es España huyendo de ella misma. Es clave. Algunos, separadores más o menos emboscados, sueñan con una Catalunya en llamas, enfrentada y dividida, que les permita sublimar el fracaso histórico de una España incapaz de superar el odio atroz contra si misma.

Algunos, separadores más o menos emboscados, sueñan con una Catalunya en llamas, enfrentada y dividida, que les permita sublimar el fracaso histórico de una España incapaz de superar el odio atroz contra si misma

Pero el programa puede continuar. Hay otra película, más antigua, La ciutat cremada, de Antoni Ribas, estrenada en septiembre de 1976, menos de un año después de la muerte de Franco en la cama y el mismo mes de la Diada de Sant Boi, la primera tolerada tras la dictadura. Ese fue también el año de la masacre de obreros en Vitoria que Lluís Llach musicó con Campanades a morts. Emmarcada entre 1899 y 1909, entre la derrota de España en la guerra de independencia de Cuba, el fin de lo que quedaba del viejo imperio colonial, y la Setmana Tràgica de Barcelona —cuando, entonces sí, la ciudad ardió por los cuatro costados—, retrata otro momento crucial cuyas continuidades, en forma de luchas y heridas abiertas, también de visiones sempiternas de la jugada —esa burguesía temerosa del empoderamiento del pueblo— alcanzan el presente.

Se proyectó La ciutat cremada —censurada durante un año— cuando la incierta transición española gateaba y Catalunya, de  nuevo, intentaba explicarse. Felipe VI tenía entonces 9 años, como servidor, ambos somos de la cosecha del 68, y su padre, Juan Carlos I, nombrado heredero a título de rey por el general Franco, intentaba pilotar ese, sin duda, complejo momento —el mío, obrero emigrado a Catalunya desde su Extremadura natal, también, como tantos y tantos otros—. Que el domingo que viene se celebren elecciones generales por cuarta vez consecutiva en 4 años porque el Estado español no tolera una presidencia respaldada en parte por los votos del independentismo catalán, o la pesadilla de Pedro Sánchez del gobierno con Podemos —a quien la derecha y la ultraderecha redivida se refieren como “los comunistas”— revela que, a la postre, el atado y bien atado sigue marcando el límite, el techo de acero, de lo que se puede y no se puede hacer en la España de 2019.

Si fuera el rey de España me daría media vuelta, dejaría la enésima visita blindada a Barcelona para otro día, y me iría al cine a ver 'Joker' o 'Mientras dure la guerra', o ambas

Más de 40 años después del inicio de la transición española, en Catalunya vuelve a haber manifestaciones encabezadas con las palabras llibertat y amnistia, como la que el Reino de España concedió en 1977 a los presos políticos de la dictadura. Creo que en la agenda de la visita de Felipe VI de este lunes y este martes en Barcelona no figura la asistencia a ninguna de las proyecciones cinematográficas mencionadas; ni sé si en la real filmoteca figura una copia de La ciutat cremada. En todo caso, adjunto la de YouTube. Yo, si fuera el rey de España, me daría media vuelta, dejaría la enésima visita blindada a Barcelona para otro día y me iría al cine a ver Joker o Mientras dure la guerra, o ambas. La sesión doble quizás ayude a comprender al autor del discurso del 3 de octubre por qué hay espectadores en los cines de Barcelona que aplauden a Joker, en su apoteosis, cuando arde Gotham; y otros que se quedan mudos cuando resuenan en la sala los tiros de los fascistas rematando gente en las cunetas de España, 1936, de la película sobre los inicios del Alzamiento. También buscaría La ciutat cremada, por si acaso, y por educación.