Decían Marx y Engels en el El manifiesto comunista que la sociedad burguesa, pese a haber surgido del hundimiento del feudalismo, no había abolido las contradicciones de clase: tan solo se había limitado a “sustituir las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas formas de lucha, por otras nuevas”. Pues bien, se cumplen ahora los 10 años del movimiento del 15-M, la respuesta española a la crisis global del 2008, y todo ha cambiado para que, en el fondo, nada cambie, como decían los dos padres fundadores del comunismo mucho antes que Lampedusa en Il Gattopardo. El dinosaurio, el elefante, el Minotauro, sigue ahí, más o menos agazapado, devorando monarcas, presidentes, líderes y partidos como las palomitas en el cine, pero sosteniendo, a la vez, toda la función.

El bipartidismo PSOE-PP ha sido socavado en esta última década, pero puede que esté en vías de recomposición. El PSOE recibió el golpe de la emergencia de Podemos, y se situó en mínimos históricos (85 diputados en las elecciones del 2016) pero los morados, traducción electoral del movimiento de los indignados, que alcanzaron con sus confluencias territoriales hasta 71 escaños, disponen ahora de la mitad, 35. Y su líder, Pablo Iglesias, acaba de despedirse de la política justo cuando, en coalición con los socialistas de Pedro Sánchez, había conseguido asaltar si no los cielos, el Consejo de Ministros. El PP, por su parte, implosionó electoralmente, obteniendo solo 66 escaños en abril del 2019, a raíz del golpe combinado de Ciudadanos y Vox (57 y 24 diputados). Pero los naranjas, que también han despedido a Albert Rivera, se hallan en pleno proceso de descomposición bajo la égida de Inés Arrimadas y los ultras de Abascal han topado en Madrid con el muro de la popular Ayuso, quien está en condiciones de reunificar todas las derechas o casi, como hizo Aznar a principios de los años noventa.  

Pero no solo ha sido la década del 15-M y de la llamada nueva política. También ha sido la década indepe, la década del procés. La primera gran manifestación histórica de este nuevo tiempo que ya se nos ha quedado algo viejo, con la pandemia como punto final, no se produjo en la madrileña puerta del Sol y sus aledaños, sino en el centro de Barcelona. Fue en julio del 2010, tras la sentencia del Tribunal Constitucional que quebró la espina dorsal del Estatut, lo que, ya en el 2012, se repitió y se volvió a repetir año tras año en cada Diada del 11 de Setembre como un gigantesco clamor a favor de la independencia de Catalunya. He ahí una diferencia importante con el movimiento del 15-M: en Catalunya hubo movilización masiva continuada entre el 2012 y el 2019. Incluso cuando, primero tras la consulta del 9-N del 2014, y después el referéndum del 1-O del 2017, los líderes del independentismo habían sido ya descabezados. Así las gasta el poder español con los revolucionarios de la década: a los del 15-M los sienta en el Consejo de Ministros, a los del 1-O los manda a la prisión o al exilio. Nadie ha echado a Iglesias de la vicepresidencia del Gobierno; en cambio, sí que se echó a Puigdemont y a Junqueras, uno exiliado y el otro condenado y en prisión.

Así las gasta el poder español con los revolucionarios de la década: a los del 15-M los sienta en el Consejo de Ministros, a los del 1-O los manda a la prisión o al exilio

El de los indignados fue un movimiento popular que el sistema recondujo a través de Podemos por el carril de la izquierda —con paradas imprevistas en la extrema derecha—. El desafío que presentaba al statu quo era, sin duda, importante. Ojo. No lo niego. Así lo indican los ataques que ha recibido el aún secretario general de Podemos desde el primer día y los nervios que afloraron, inicialmente, en los grandes poderes económicos y mediáticos. Pero no nos engañemos: al final se trataba de sustituir al PSOE como fuerza hegemónica de la izquierda mediante la actualización del programa socialdemócrata de Felipe González de 1982 y ampliar los derechos de las mujeres y algunos colectivos situados en los márgenes del sistema, camino que ya inició Zapatero. Si los podemitas querían hacer un Estado español mejor, o incluso bueno, los independentistas catalanes querían / quieren hacer su propio Estado. Ese era el auténtico envite, de raíz, al Minotauro. La diferencia entre el etéreo asaltar los cielos de Iglesias y la muy concreta aspiración a constituir un nuevo estado soberano de los independentistas catalanes.

Es la cuestión catalana y no la lucha de clases o su versión posmoderna, podemita, la que ha puesto al Estado español frente al espejo y al borde del abismo en los últimos diez años

Hubo quien intentó darle una patada al tablero. Pero en realidad, estaba ya casi roto y no tanto por sus propias contradicciones en términos de materialismo histórico, que dirían Marx y Engels, sino de su propia arquitectura interna, de sus propias bases —y miserias— fundacionales. Es la cuestión catalana y no la lucha de clases o su versión posmoderna, podemita, la que ha puesto al Estado español frente al espejo y al borde del abismo en los últimos diez años. Ese ha sido el agente máximo de posible desestabilización del sistema, la gran fuente de inquietud de los poderes y los poderosos. Aunque el podemismo, prisionero de prejuicios de izquierda muy clásicos, solo ha sabido o ha querido ver en el movimiento independentista catalán una revolución de burgueses, de ricos. Lo que es, esta sí, una auténtica constante histórica en las relaciones entre la izquierda española y el catalanismo.

En la segunda década del siglo XX, el régimen del 78, carcomido hasta el tuétano, se las tuvo que ver con el doble desafío del 15-M y el independentismo catalán, pero, como se ha demostrado, la verdadera revolución era la de las sonrisas. Y el elefante, el dinosaurio, el Minotauro, ahí sigue, ahora acostumbrándose al nuevo look de Pablo, que se ha cortado la coleta como los toreros después de la última faena.