Carles Puigdemont es hoy el referente político y  moral, también moral, del independentismo catalán, el tótem, como lo fue Jordi Pujol del nacionalismo pero también de buena parte de un independentismo reprimido y autorreprimido durante décadas. Puigdemont no existiría sin ese independentismo de orden pero de acción, que durante mucho tiempo estuvo escondido en el armario; esa corriente silenciosa que se (auto)desactivó políticamente con los pactos de la transición, o “la transacción”, como decía el historiador marxista Josep Fontana y que se desbordó en la calle a partir del 2010 con la sentencia del Estatut. Puigdemont, antes de saltar a la primera línea de la política, era, ante todo, independentista, y luego convergente, y, contra lo que suele recordarse cuando se caracteriza a Convergència, no estaba solo. Hasta hace bien poco, cuando ERC ha empezado a disputarle la hegemonía, puede decirse que Convergència ha sido el partido con más independentistas, cosa que frecuentemente se olvida por la confusión entre la acción política de los partidos y lo que piensan sus electores, sus militantes y parte de sus dirigentes.

Carles Puigdemont es hoy el referente político y  moral, también moral, del independentismo catalán, el tótem, como lo fue Jordi Pujol del nacionalismo pero también de buena parte de un independentismo reprimido y autorreprimido durante décadas

Sin ese poso de gente catalanista, nacionalista no excluyente -la base hace mucho tiempo que empezó a ampliarse-, ubicada entre el centro-derecha y el centro-izquierda, fundamentalmente demócrata, que creía que Pujol “en el fondo” era un indepe, y que prefería un Felipe González en España aunque sabía que "en el fondo" le iba en contra, no se explicaría el fenómeno Puigdemont. No se explicaría que este sábado Perpinyà, la catalana, volviera a ser para decenas de miles de personas, muchas de ellas mayores -¿y qué pasa? ¿acaso no tienen derecho a empoderarse o (re)empoderarse las abuelas y los abuelos?-, una isla de libertad. Como lo era en el tardofranquismo y los inicios de la transición y en el ambiente pos-Mayo del 68, cuando la gente también cruzaba la frontera para comprar libros y, sobre todo, ver películas prohibidas aquí por la censura, eróticas y/o políticas, pues claro. Muchos siguen sin entender que el fenómeno Puigdemont tampoco existiría sin ese anhelo de libertad que tanta gente experimenta hoy en Catalunya como hace cincuenta años, en plena dictadura franquista, cuando también iban a Perpinyà.  Por eso donde la prensa española y los políticos que la alimentan señalan a Puigdemont como “el enemigo público número uno del Estado español”, mucha gente en Catalunya ve al primer patriota del país, al único líder del independentismo capaz de plantarle cara a un Estado enfermo de demofobia anticatalana a cuyo parlamento Franco ha vuelto con 52 escaños y 3,6 millones de votos.

Mucha gente ve en Puigdemont al único dirigente del independentismo capaz de plantarle cara a un Estado enfermo de demofobia anticatalana a cuyo Parlamento Franco ha vuelto con 52 escaños y 3,6 millones de votos

Puigdemont encarna el independentismo de acción frente al llamado independentismo pragmático que se ha adjudicado Oriol Junqueras. Puigdemont encarna un movimiento sin partido definido pero muy abierto, lo que explica que, pese a la confusión organizativa entre el PDeCat, la Crida, JxCat y otros grupos, el  (mal) llamado espacio posconvergente sea cada vez más puigdemontista y sus opciones electorales crezcan. Junqueras dirige un partido cohesionado, con una hoja de ruta clara, sin cerrarse todas las vías de salida si vienen mal dadas, pero sus opciones electorales se contraen cuantos más riesgos asume en el día a día: el mayor de ellos, sostener el gobierno del Estado que mantiene a sus líderes en prisión. Puigdemont, y una JxCat reconstituida pueden resistir porque mantienen el sueño de la independencia como ERC en los últimos tiempos de Pujol, reforzado por la idea del "no surrender", del no rendirse en pos de la lucha definitiva, de la batalla final. En cambio, ERC puede ver frenado su ascenso si asume el esquema neoautonomista sin peix (transferencias, inversiones) ni cove (autogobierno bajo vigilancia) donde recogerlo, como le pasó a CiU a partir de la mayoría absoluta de Aznar.

El independentismo -de JxCat o de ERC- sabe que, estratégicamente, no puede prescindir de Puigdemont y lo que representa. Y, a la vez, el deep state aplaude con las orejas ante el esquema de una ERC jugando a ser el PSC y una JxCat apretando como la CUP

Serán los independentistas quienes decidirán en las urnas entre una y otra estrategia. La batalla en el independentismo será durísima en la campaña electoral más larga. El independentismo -de JxCat o de ERC- sabe que, estratégicamente, no puede prescindir de Puigdemont y lo que representa. Y, a la vez, el deep state aplaude con las orejas ante el esquema de una ERC jugando a ser el PSC y una JxCat apretando como la CUP. De eso puede resentirse todo el independentismo, que no es inmune a la desmovilización electoral. If the kids are united then will never be divided, rezaba el himno punk de los Sham 69. Pero para que nunca los dividan, los chicos deben estar unidos...

Mientras tanto, entre la mesa de diálogo donde, efectivamente, ERC ha conseguido que se sienten frente a frente los gobiernos de España y Catalunya, y el auto de procesamiento al día siguiente de uno de los negociadores republicanos, Josep Maria Jové -además de Lluís Salvadó-; entre ese paseo escenificado como un ejercicio de distensión por los jardines de la Moncloa que al día siguiente lleva de nuevo a los tribunales y quizás a la cárcel, en ese trayecto demasiado inexplicable, hay mucha gente en el independentismo que, por lo menos de momento, se queda con Puigdemont. Hablo de los de Perpinyà, claro.