La vistan como la vistan, de federalismo, cogobernanza o reencuentro (con los de siempre), la mona del programa del PSOE para la resolución del conflicto político Catalunya-España, mona se queda. Es decir: se queda entre la nada y lo de siempre, que es más de lo mismo. La nada sobre el asunto es lo que trasluce la ponencia marco del congreso de octubre de los socialistas, y ya van cuarenta. Cuarenta congresos y nada. A lo sumo, el plan de Pedro Sánchez para Catalunya es que una mitad de Catalunya —la indepe— calle y la otra diga amén. No hay más. La mona va en pelotas.

Esa es la solución más cómoda, más viable, más practicable, la más (supuestamente) centrada y moderada: la nada. La devolution de la izquierda española mayoritaria para la nueva etapa con Catalunya ya no habla ni de etéreas reformas del Estatut ni de la Constitución, salvo para cambiar el procedimiento de elección del presidente del Gobierno y —je, je— garantizar las pensiones. Ni siquiera mienta el documento base congresual del PSOE  la vía de las leyes orgánicas para recuperar lo suprimido del Estatut-Apoyaré, aquel que comprometió Zapatero y Alfonso Guerra cepilló. Ni mucho menos hay referencia alguna a aquellas disposiciones adicionales —adendas al texto constitucional— de carácter foral y acordes con la distinción entre nacionalidades y regiones que teorizó Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, uno de los padres de la Constitución, como “derechos históricos” hace ya muchos años. Por lo que se refiere a la amnistía, la autodeterminación y el referéndum... no hace falta decir nada más, señoría.

Por más que Pedro Sánchez remueva las tumbas del Valle de los Caídos, España es cada vez más el país de los franquitos y de la izquierda cómoda y acomodaticia 

Lo de Catalunya, que los nuevos mandarines de la Moncloa ven aún en fase identitaria (habrá que repasar a Freud) hay que dejarlo que se enfríe y se congele. ¿Pero cómo es posible que la izquierda española, incluso cuando manda —o quizás por ello— se muestre tan cobarde a la hora de afrontar democráticamente la cuestión catalana? Quizás porque, por más que Pedro Sánchez remueva las tumbas del Valle de los Caídos, España es cada vez más el país de los franquitos y de la izquierda cómoda y acomodaticia. Los franquitos: dícese de los poderosos que, como Franco —caso único entre los dictadores y autócratas de la Europa del siglo XX—, aspiran a morirse en la cama, tranquilamente, sin despeinarse. O a irse de rositas como si tal cosa, como si aquí no hubiera pasado nada.

El emérito, el otrora admirado Juan Carlos I, encabeza el desfile de los milagros en el país de los pequeños Franco. Fugado a los Emiratos Árabes Unidos, donde mora a sabiendas del gobierno del PSOE y Unidas Podemos, escoltado por los aparatos del Estado de siempre, allí sigue el padre del actual jefe del estado español desde hace casi un año, mientras los tribunales hacen la vista gorda ante el cúmulo de corruptelas, comisiones y millonarias cuentas opacas que orbitan alrededor de su ex coronada testa. ¿Pero, acaso no fue en vida de Franco que el entonces príncipe Juan Carlos ya se adjudicó una comisión por cada barril de petróleo saudí que entraba en España? 

Amén de la monarquía, la 'omertà' de la primera y la segunda transición ha protegido a todos o casi todos los presidentes y máximos líderes del PSOE y del PP, los partidos de estado por antonomasia

Es larga la nómina de aspirantes. Aparte de los que quedaron por el camino o no levantan el vuelo, los Rivera y las Arrimadas, están los y las más jóvenes aprendices y aprendizas de franquitos y franquitas: los Casados —con sus memeces sobre las lenguas que habla la gente—, los Abascales —esa parodia de lo peor— y las Ayusos —el mito de la lideresa patria—. Van haciendo sus pinitos. Pero aún les queda mucho. Los Franquitos cum laude fueron sus padres políticos. Los que se fueron de rositas entre puertas giratorias y fundaciones —Felipe González, José María Aznar— y jugosas notarías —Mariano Rajoy—. Amén de la monarquía, la omertà de la primera y la segunda transición ha protegido a todos o casi todos los presidentes y máximos líderes del PSOE y del PP, los partidos de estado por antonomasia. Así ha sido cuando las aguas fétidas de la financiación ilegal y la mentira de estado, ya se hable de los GAL o del 14-M, les han llegado al cuello.

Esa misma ley del silencio, tan productiva, es la que ha permitido hacer y deshacer a los responsables de la Operación Catalunya, la policía patriótica, los Fernández Díaz y los Villarejos,  y a los jueces que condenan y mandan a la prisión a dirigentes políticos democráticos por delitos que jamás cometieron. Los líderes independentistas catalanes están ahora en la calle, indultados, en una especie de repetición del mecanismo de la transición: "libertad" —entre comillas— a cambio de silencio, de-no-hacer. La "lección" que la ministra Isabel Rodríguez, la nueva portavoz del Gobierno, espera que hayan aprendido.

Y como en la Transición, los otros siguen en sus puestos, esperando morirse en la cama, cuando llegue el momento, o ir pasando, como si nada.