Acierta la portavoz del PSOE, Adriana Lastra, desde la tribuna del Congreso, que, en España, las  derechas, más bien ultraderechas y derechas extremas, siempre han llegado tarde a la democracia. Acierta. Pero ese enfoque solo permite iluminar una mitad del ruedo (ibérico). Porque, más allá de la retórica y la coyuntura, las izquierdas también han llegado siempre si no tarde, con fórceps, a reconocer la diversidad nacional del sujeto histórico-político España, con todas sus consecuencias.

Ya sea por efecto de aquella ignorancia castellana trocada en desprecio de la que, con dolor noventayochista, advirtió Machado ― "Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora"―, ya sea por esa pereza aparejada al supremacismo moral o intelectual que, en demasía, padece, no hace falta calarse la boina de Pla hasta las cejas para constatar que la izquierda española acaba pareciéndose demasiado a la derecha cuando el expediente catalán, entra por la puerta. Ahí rompen y mueren las olas y los recomienzos. A lo sumo, conllevancia, recetó Ortega.

Esa simetría en ambas tardanzas, la de la derecha con la democracia, la de la izquierda ante la diversidad nacional de las Españas que siempre encaja mal ―con algunas, pocas, excepciones―, es la dinámica confluyente que llevó al PSOE de Pedro Sánchez a validar el segundo gran golpe legal, encabezado por Rajoy, contra el autogobierno catalán con el 155, en pleno clímax del procés independentista. Ese fue el segundo. El primer gran golpe, no se olvide, fue el del Tribunal Constitucional contra el Estatut ahí empezó la “judicialización” del conflicto que Pedro Sánchez promete revertir a cambio de que ERC le franquee su investidura―, en tiempos de Zapatero en la Moncloa y de Montilla en la Generalitat. Los pesados engranajes de la maquinaria del estado profundo y sus diversas terminales ―Corona, magistraturas, ejército, alto funcionariado, grandes corporaciones financieras y mediáticas― empezaron a girar en ese momento. No se sabe muy bien si por el riesgo, bastante real, de que Catalunya se les fuera de las manos, o por la necesidad de regenerar el sujeto histórico-político España agitando el espantajo de la Catalunya “traidora”. Catalunya, siempre, el chivo expiatorio de la nación ofendida y maltratatada por una historia de supuestas grandezas y sangrantes fracasos, la Mater dolorosa España.

La diferencia entre el independentismo catalán y la izquierda española es que entre Adriana Lastra y Santiago Abascal siempre escogerá a la buena gente    

Una parte del independentismo catalán encarcelado y exiliado, el que representa ERC, ese del que no hace demasiado abjuraba Pedro Sánchez y contra la dependencia parlamentaria del cual y de los ex-nuevos bárbaros de izquierda, o sea, Podemos, organizó las últimas elecciones en connivencia con ese deep state desbocado que ahora lo ha puesto en el centro de la dianasalvará este martes a Sánchez al borde del precipicio. También salvará el sueño de Pablo Iglesias, e incluso del comunista Alberto Garzón, de sentarse en el Consejo de Ministros. España ―si no hay tamayazo en la segunda vuelta de la votación de investidura― tendrá su primer gobierno de coalición en la historia reciente, de centro-izquierda e izquierda, (al parecer) socialdemócrata, gracias al independentismo catalán de izquierdas, como antes tuvo gobiernos del PSOE y del PP gracias al nacionalismo catalán de centro y derecha. Gabriel Rufián no es Duran i Lleida, pero, para entendernos, se va pareciendo a Miquel Roca.

El día que Catalunya pierda la fe de Kierkegaard, la de creer aunque sea en un Pedro Sánchez, entonces sí, España se irá a la mierda

La otra parte del independentismo catalán encarcelado y exiliado, la que representan JxCat y la CUP, no va a votar a favor de Sánchez, de entrada, porque nunca conviene poner todos los huevos en el mismo cesto y menos aún cuando el cesto tiene el culo roto; y, en último término, porque, aritméticamente, tampoco hace falta. Es una manera de rehuir el dilema, la elección binaria, a todo o nada, y sin recibir (casi) nada a cambio, mientras tanto. De una u otra manera, al independentismo ―en general el catalanismo político― siempre se le pone entre la espada y la pared, entre la España feroz de Santiago Abascal y la eterna promesa de Adriana Lastra. La diferencia entre el independentismo catalán, quiera jugar la partida o mirarla desde la barrera, y la izquierda española, es que entre la España de Adriana Lastra y la de Santiago Abascal siempre escogerá a la buena gente. Y así se salvan. El día que eso deje de pasar, el día que Catalunya pierda la fe de Kierkegaard, la de creer aunque sea en un Pedro Sánchez, entonces sí, España se irá a la mierda.