El día de Reyes ha hecho un año del infame asalto al Capitolio protagonizado por una multitud de trumpistas teledirigidos por el presidente derrotado, que dejó la democracia americana a los pies de los caballos, donde continúa. Pocas tramas o seriales de Netflix o cualquier otra plataforma son comparables a la imagen hiperrealista, por decirlo a la manera de Baudrillard, donde todo sucede en vivo y en directo sin que se sepa que pasa o si realmente pasa algo, del ataque al Congreso de los Estados Unidos. Siempre me he preguntado qué habría sucedido aquí, cómo habrían reaccionado el estado español y la Unión Europea, si en octubre del 2017 el independentismo catalán y sus dirigentes hubieran hecho como los trumpistas del Capitolio, no desde la derrota electoral sino desde la doble victoria en las urnas, en las elecciones y al referéndum. No se produjo nada parecido, pero en un ejercicio despiadado de lawfare, los jueces del Tribunal Supremo construyeron un inexistente golpe de estado independentista para hundir a sus líderes con penas de prisión y exilios forzados y decapitar el movimiento. Y a partir de ahí, llevar al independentismo al buen camino, es decir, al carril del neoautonomismo de eternas promesas siempre prorrogables, tan cómodo para los partidos del statu quo español y el mundo miedoso e inmovilista, la llamada sociedad civil que les mece la cuna.

El 2022 no será un año electoral en Catalunya, a diferencia del 2023, cuando se celebrarán las elecciones municipales y generales (si no se anticipan). Pero hay algunas batallas políticas abiertas cuyo resultado definirá el mapa de los años que vendrán. La madre de todas las batallas gira en torno a las decisiones que tendrán que tomar los tribunales europeos sobre el exilio independentista catalán, el president Carles Puigdemont y el resto. Por una parte, la confirmación o no por el Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) de la condición de eurodiputados de Puigdemont y Comín contra el veto inicial del Parlamento Europeo. Por la otra, la crucial respuesta del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) a las prejudiciales del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena sobre las euroórdenes. Aquí se la juegan de veras Puigdemont y el exilio, el aparato judicial español y la justicia comunitaria. Lo que está en juego, ni más ni menos, es la preeminencia o no de los tribunales europeos sobre los de los estados miembros, o sea, uno de los pilares que sustentan la Unión. Y, claro está, si Puigdemont puede regresar a Catalunya como hombre libre y sin miedo a ser detenido para celebrar su sexagésimo cumpleaños, como dio a entender esta Navidad. La decisión del TJUE es obvio que puede cambiar muchas cosas. De momento, sin embargo, apuntemos sólo una. En el ámbito de la discusión estratégica del independentismo, al final será también un tribunal, en este caso europeo, quien decidirá si la razón asiste al pragmatismo de ERC o bien a la confrontación inteligente que propugna el puigdemontismo y, en general, Junts ―la CUP siempre es un misterio dónde se sitúa―.

Entre la espectral mesa de diálogo que no está ni se la espera y un eventual retorno de Puigdemont previa derrota de España en los tribunales europeos, no hay color, políticamente hablando

¿Diálogo fantasma o retorno de Puigdemont? Entre la espectral mesa de diálogo que no está ni se la espera, como ha dejado meridianamente claro el presidente Pedro Sánchez, y un eventual retorno de Puigdemont previa derrota de España en los tribunales europeos, no hay color, políticamente hablando. Cuanto menos, desde el punto de vista de la moral del independentismo y de la relación de fuerzas en el conflicto. Otra cosa es, como siempre, hasta dónde querrá llegar un independentismo que puede resurgir como el ave fénix e incluso reforzarse si Puigdemont vuelve. A la vez, la fina línea que demarca el puigdemontismo ―liderazgo y referente político y simbólico de un movimiento transversal― de Junts ―una herramienta u oferta concreta para gobernar― puede ser el elemento clave de bóveda de futuros equilibrios, de la combinación de estrategias complementarias para cohesionar el espacio puigdemontista-juntaire. No es atrevido pensar, cuando menos, que una eventual derrota de la justicia española en Europa y el regreso de Puigdemont sea al final la condición necesaria para construir una negociación de verdad con el Estado. O cuando menos una ventana de oportunidad que tendría que permitir transitar caminos insospechados.

La otra gran batalla del 2022 pasa por la alternativa a una recomposición del independentismo, capítulo donde el PSC de Salvador Illa es el actor principal. Como también le pasa a la ERC del president Pere Aragonès, los socialistas necesitan jugar en varios escenarios a la vez para muscularse como posible pal de paller de un gobierno no independentista en el 2023 ―en caso de que se agote la legislatura―. Eso quiere decir practicar la centralidad extrema, o sea, exprimir al máximo la línea multipacto marca de la casa, sin límites. Así, el PSC podría entenderse con el independentismo, con todo él o casi, no sólo en el Parlament ―como ya ha sucedido con la renovación de los órganos institucionales caducados, CCMA, CAC, etc.― sino también en los ayuntamientos después de las próximas municipales. Y, a la vez, mantener las distancias, sacrificando si hace falta el compromiso histórico del PSC con la inmersión lingüística, para no perder comba en el campo españolista. Catalunya, la tierra que les vio nacer, podría ser el último refugio del naufragio de Cs, que se agarra como tabla de salvación electoral a su tema de siempre, la lengua. El supremacismo españolista (no vean en ello un oxímoron) que destila la política lingüística de Ciudadanos en realidad no busca reforzar el castellano ―no lo necesita― sino desactivar el catalán como lengua socialmente ―y, por lo tanto, políticamente― útil. Esto de la lengua no es una guerra, se nos dice, pero los que incendian la convivencia tienen el Tribunal Supremo a su favor, como se ha visto con el 25% de castellano en las aulas. Y el resto, TV3.