Las democracias han reaccionado básicamente de dos maneras ante el ataque del virus viral, el Covid-19. La primera reacción ha sido la de hacer frente a la pandemia con criterios de gubernamentalidad biopolítica según la definición de Foucault: “hacer vivir, dejar morir”. Atención: ello puede suponer, como se ha visto en la tragedia de las residencias de ancianos, un dramático cribaje, una selección de los que más fácilmente pueden resistir y un abandono de los más frágiles a su suerte. Ello explica que, pese a las brutales medidas de confinamiento, en España la última cifra oficial de fallecidos supere los 28.000, siendo una inmensa mayoría de los cuales mujeres mayores de 75 años.

Al margen de los intentos iniciales —como en el Reino Unido y en Suecia— de lograr una inmunidad de grupo que no se ha conseguido, la otra gran línea de respuesta ha sido la de lavarse las manos o minimizar la pandemia, como en los Estados Unidos de Trump o en el Brasil de Bolsonaro, lo cual nos acerca, en la práctica, al tipo de poder soberano que reinaba antes de la modernidad, el que, como los emperadores romanos en el Coliseo, decidía entre “hacer morir o dejar vivir”. Es así como regímenes “democráticos” —la democracia tampoco está inmunizada ni muchos menos ante sus propios virus— han condenado, por omisión, a centenares de miles de ciudadanos. Y es así como los regímenes “democráticos” de Trump y Bolsonaro se han revelado como más tanatopolíticos que biopolíticos: entre la vida y la economía (capitalista), han escogido lo segundo.

Ese es el paisaje también moral, el trasfondo sobre el que van a operar las cosas y se van a tomar muchas de las decisiones que rigen nuestras vidas. Ante la renacida amenaza biológica sobre Occidente, el espacio donde se creían superadas las viejas plagas y epidemias, o hacer vivir o hacer morir. Pero la política democrática, y el pacto social que le da forma, no solo está amenazada por el zafio cuñadismo trumpista y sus émulos. Sería una lectura demasiado reduccionista. El giro que se está produciendo tiene un recorrido más largo. La década que empezó con el 15-M, Occupy Wall Street, las primaveras árabes y la revuelta catalana, movimientos “revolucionarios” a los que se añadieron más tarde el #MeToo, los chalecos amarillos y las protestas de Hong Kong, acaba con actos políticos semidesiertos y candidatos con mascarilla sanitaria. 

Los que en Catalunya suspiran por un Govern de gestores, por un Illa frente a un Puigdemont, deberían preocuparse más por el riesgo de que els carrers pasen a ser del virus, no de los indepes

Algo se está perdiendo en el tránsito entre los clásicos pañuelos revolucionarios para ocultarse de la policía en las manifestaciones multitudinarias del inicio de la década y los mítines sin público y con mascarilla anti-Covid que se preparan, como también ha sucedido en el regreso de los partidos de la Liga de fútbol con las gradas vacías. Sin duda, es pronto para sacar conclusiones de todo ello, pero la pandemia ha suprimido de un plumazo a las multitudes cabreadas de las calles. ¿Quién gana con ello? Los que en Catalunya suspiran por un Govern de gestores para clausurar el procés, para entendernos, por un Illa frente a un Puigdemont, deberían preocuparse más por el riesgo que els carrers pasen a ser del virus, no de los indepes. El miedo lo paraliza todo. Nadie descarta el Gran Rebrote. Nadie, ni siquiera la ANC, sabe cómo será la próxima Diada, por primera vez en 8 años, aunque su reelegida presidenta, Elisenda Paluzie, llame a preparar de nuevo la resistencia. El caso es que sin política, lo que incluye no solo la independencia sino también la industria, nos volveremos a quedar sin mascarillas. Y perderemos de nuevo a los abuelos ante las puertas cerradas de los hospitales levantados con sus impuestos.

Sin política, lo que incluye no solo la independencia sino también la industria, nos volveremos a quedar sin mascarillas. Y perderemos de nuevo a los abuelos ante las puertas cerradas de los hospitales levantados con sus impuestos

Me dirán que las calles vuelven a rebosar de gente. Yo respondo que el sistema, cuyo auténtico motor es el deseo, aún no se puede permitir vaciarlas del todo. A la  gente se les permite reocupar las calles, como también se les permitió hacer deporte regulado en las primeras fases de la desescalada, para consumir y hacer turismo. Y desplazarse al trabajo, a aquellos puestos en los que la presencia física es imprescindible o el llamado teletrabajo aún no se ha implantado aunque ya se está abordando su regulación legal, un claro indicador de que el capitalismo telemático ha venido para quedarse —y de ahí también la crisis—. La pandemia ha acelerado la digitalización y los cuerpos —los empleados— desaparecidos en el confinamiento durante tres meses han devenido imágenes en la pantalla del ordenador o el móvil. La distancia social, física, sanitaria, tiene su correlato en la distancia virtual forzada por la necesidad de mantener en marcha el sistema. En cierta manera, los que volvemos a la calle en el retorno ya no somos los mismos que antes. Todos somos desde ya un poco más virtuales. Por ahora, el hombre virtual se impone al robot e, incluso, al cíborg. La distopía —ese futuro imaginado que no nos gusta— viene ahora.

Aquí, el debate y el dilema que se acerca basculará entre la operación salvamento de la economía en la UCI que deja la crisis sanitaria y la congelación de los derechos políticos, empezando por el de cuestionar el modelo económico —y político y científico— que aún no ha sido capaz de vencer al virus. Encuadren ahí, sin ir más lejos, el perfectamente descriptible interés de Pedro Sánchez por reunir la mesa de diálogo sobre el futuro político de Catalunya. Pero no estamos tan mal, como dijo Laporta. En los Estados Trumpistas la economía sin rostros, de puro dato, la antítesis del capitalismo de rostro humano, pasa por encima del derecho a la vida. Y por eso también deviene global el estremecimiento ante el asesinato del ciudadano George Floyd, incluso más allá de la pulsión racista —ese odioso esquema mental y cultural— que lo desata y pretende justificarlo. Al fin y al cabo, la bota del oficial de policía Derek Chauvin es una señal de que el viejo derecho de vida y muerte nunca fue del todo abolido.