1. "Hoy somos un poco más libres". Así despide al presentador, esperanzado y satisfecho, la edición del mediodía del Telediario. La festiva proclama nace del hecho de que los niños (y las niñas), según ha hecho saber el mando único, ya han podido salir a la calle este domingo, acompañados por los padres y/o madres y/o responsables. Es "el tema del día". Pero yo he sido niño desde el primer día del confinamiento, ya me perdonarán. Y, acompañado de mí mismo, y sin acercarme ni tocar nadie, caminando por el medio de las calles solitarias, probando la extraña sensación de protagonizar el final o el principio -no lo tengo claro- de una película apocalíptica en la que haces el papel del último hombre -o mujer- sobre lo que queda, he ido casi cada día a comprar el diario y el 23 de abril las rosas a la librería; y alguna botella de vino y alguna garrafa de agua mineral en el hipermercado y en alguna tienda abierta. Con mascarilla, o sin. Sí, he rozado los límites de la legalidad de excepción, del estado de alarma, unos quince o más minutos al día, y yo me acuso: no he dejado de ser un niño soñando con romper las cerraduras y salir a dar una vuelta.

Si hoy somos un poco más libres es que todavía somos bastante prisioneros. Se supone que lo dejaremos de ser cuando culmine la desescalada, dirigida por el mando único. Pero tengo dudas. Más que dudas. A lo largo de la historia, el espacio interior definido por la reclusión forzada o voluntaria, del toque de queda a la clausura monacal pasando por el encarcelamiento penitenciario, ha sido, paradójicamente, el último reducto de la libertad. También el propio cuerpo: dicen que ya sólo somos libres cuando soñamos. No revelaré nada, si afirmo que, a pesar de la tragedia, a pesar del riesgo, cierto, de perder la vida, mucha gente se puede haber sentido, en cierta manera a gusto, e incluso muy a gusto, con la experiencia del confinamiento por el coronavirus. Sociólogos, psicólogos, antropólogos y otros especialistas seguro que deben tener una explicación. Se me ocurre que la carencia de libertad que sufrimos habitualmente en tantos y tantos ámbitos de la vida -sin la pandemia- se puede haber visto en parte compensada por el cierre en casa, en el espacio más personal. Pero me preocupa que seamos conejitos de indias de un experimento sociopolítico masivo, incluso de un autoexperimento, sobre los efectos de convertir la libertad en una cuestión privada, como la religión, los hobbies, o las prácticas sexuales.

En la desescalada, habrá que volver a llenar las calles y las plazas por salud física y mental, y económica, pero también por higiene democrática

Me preocupa que confinemos la libertad en casa. Delante de las plazas y calles vacías, o ahora, tímidamente recorridas por niños bajo vigilancia parental, me preocupa si no estaremos haciendo un gran ensayo de cómo ser libres en casa y prisioneros a fuera. Por más obvio que parezca, no soy libre porque el soberano -soberano es quien decide sobre el estado de excepción, escribió Carl Schmitt- me dejan salir un rato a la calle, con o -atención- sin pandemia de covid-19, sino porque puedo salir siempre, cuando yo lo decida.

Cuidado porque serán muy intensas las tentaciones de mantener activados los dispositivos, las políticas, los relatos, para que, después del coronavirus ya no seamos libres del todo o lo seamos con cuentagotas, como parece predecir la alegría del presentador de TVE ante el fin (parcial) del confinamiento de los niños y niñas. Existe el riesgo de que la libertad quede recluida intramuros, como un derecho como mucho privado y que deje de ser ejercida y reivindicada en público como un derecho colectivo, universal. En la desescalada, habrá que volver a llenar las calles y las plazas por salud física y mental, y económica, pero también por higiene democrática. Empecemos también a desinfectarnos de otros virus que, por desgracia, nunca cesan de propagarse.

2. Durante mis paseos casi furtivos de estos días me he encontrado en la calle el expresidente de la Generalitat Artur Mas y su esposa, Helena Rakosnik. Impresiona, es impactante encontrarse a todo un ciudadano-expresidente en medio de la calle con máscara y guantes, con el carrito de la compra. Es curioso porque, en 2010, en vísperas de que Mas ganara finalmente la presidencia, Pilar Rahola escribió La màscara del rei Artur, que quería revelar quién era el hombre que sucedería a Jordi Pujol en el liderazgo nacionalista. Con el actual ciudadano-expresidente Mas nos hemos saludado en medio de la calle, manteniendo la distancia, contentos de vernos. Volvemos a estar en "territorio desconocido". Un tiempo extraño, irreal. Estamos bien, nos hemos dicho. Y hemos compartido la preocupación por lo que está pasando. La última vez le he comentado su reciente libro, que he aprovechado para acabar de leer estos días: Cap fred, cor calent. El procés en primera persona (Columna). Sin ánimo de hacer un spoiler, como se dice ahora, apunto una frase: "España sólo podrá ser una nación plena si Catalunya deja de formar parte de ella".

Los libros de políticos no cotizan mucho, no nos engañemos. Pero el de Mas, pese a que algo tardío, me ha parecido un libro solvente, honesto, necesario. Cuando menos bastante lejos, en el tono y en las pretensiones, del cínico y autocomplaciente testimonio de Mariano Rajoy, Una España mejor (Plaza y Janés), que, en parte, anticipa -y corrobora- aspectos clave del relato de Mas sobre lo que pasó en el inicio del procés y en el clímax de los días de octubre del 2017. Sin el papel del uno y el otro no se entiende una muy buena parte del procés. Mas y Rajoy, dos presidentes que tenían una buena relación política y personal, acabaron difiriendo en una cuestión de cálculo, esencial, en un momento clave de la historia de Catalunya y España: ¿cuánta libertad, y de cuánta gente, estamos dispuestos a aceptar?

El coronavirus, que ha matado a Sant Jordi, ha venido, también, para que no nazcan más primaveras árabes ni otoños catalanes

La libertad es también el tema de otro libro que pruebo estos días a sorbitos de tiempo, como un té en un hotel elegante de El Cairo: Una república com si... (Edicions de 1984) del escritor e intelectual progresista egipcio Alaa Al Aswani. El autor, con su obra prohibida en su país y de gran éxito en el mundo anglófono, ha construido una novela coral sobre las vidas de varios personajes de clase alta y media egipcia en los días de la revolución de la plaza Tahrir, que, en el 2011, desembocó en el derrocamiento del faraón Mubarak para que todo continuara lampedusianamente igual. Entre los protragonistas están Dania, estudiante de medicina que se sumará a los revolucionarios, hija del general Alwani, padre y esposo refinado y brutal torturador del régimen; está Aixraf, actor fracasado, copto y rico, que encuentra en el amor con Ikram, la sirvienta, y la revolución, una segunda oportunidad; o Issam Xaalam, ingeniero, antiguo comunista, víctima de la represión cuando era joven, reciclado como director de fábrica, convencido de que los egipcios nunca querrán ser un pueblo libre... Aquí, en el 2011 hubo el 15-M y, en el 2012, la primera Diada histórica por la independencia. La segunda década del siglo XXI empezó con la pregunta sobre la libertad: las clases medias empobrecidas en las democracias occidentales o políticamente anestesiadas por los regímenes autoritarios, como en Egipto, dijeron basta. Diez años después, y confío en equivocarme, el coronavirus, que ha matado a Sant Jordi, ha venido, también, para que no nazcan más primaveras árabes ni otoños catalanes.