Me pone enfermo leer que Kamala Harris es “la primera mujer y la primera persona de raza no blanca” que accederá a la vicepresidencia de los Estados Unidos. A diferencia de lo que sucede con los perros o los caballos, los seres humanos, seamos de color chocolate con leche, amarillo Simpsons o blanco nuclear, pertenecemos a una única “raza”, a una única especie, la del homo sapiens sapiens. Al menos así es desde la extinción -o absorción- de los neandertales. Nuestro genotipo -el material genético- es invariable, no así el fenotipo -los rasgos externos, el color de la piel- que dependen del ambiente y cambian. Sucede, empero, que no solo hay “racistas” -gente que ha hecho de la diferencia de aspecto físico, o etnia, o cultura, o religión, la base de una ideología que discrimina y estigmatiza al otro, casi siempre el de "raza no blanca" como "inferior". También hay quien reivindica la “raza” como marcador y aglutinante grupal, identitario, cultural; y, políticamente, como sinónimo de condición a liberar de la opresión de los "blancos" o del racismo sistémico de Estado -como muchos afroamericanos en los EE.UU. y, en Europa, por ejemplo, en Francia, los descendientes de emigrantes africanos o asiáticos-. Es ahí donde, frente al orgullo "blanco" surge el orgullo "negro", o "indio", o “mestizo”, y, generalmente, siempre acaban perdiendo los mismos.

El caso es que Kamala Harris es bastante más que “la primera mujer y la primera persona de raza no blanca” que será vicepresidenta de los Estados Unidos. Nacida en Oakland (California), de padre con orígenes jamaicanos y profesor emérito de Economía en Stanford, y madre natural del sur de la India, bióloga e investigadora en el cáncer de mama, se educó en la universidad de Berkeley, como sus padres, que estudiaron becados y militaron en el movimiento por los derechos civiles, a principios de los años sesenta. Con 40 años, Kamala fue nombrada fiscal de San Francisco, siendo “la primera mujer y la primera persona de raza no blanca” en ejercer el cargo y, luego, de California. ¿Son sus méritos o su color de piel los que la han aupado a Harris en el más que averiado ascensor social estadounidense? Que se identifique a Harris por su color de piel indeterminado, es decir, “no blanco”, lo cual aún resulta más humillante, antes que por sus capacidades, indica todo lo que queda por hacer en el camino de la igualdad efectiva en el “país de los hombres libres” –(¿de las mujeres no?)- Por eso, es desde luego una luz de esperanza para todas las “razas” del mundo, las oprimidas y las que deberían redimirse de su condición de opresoras, la victoria del tándem demócrata en el plebiscito sobre el Gran Mentiroso: tanto la victoria de Joe Biden, de quien solo tangencialmente se destaca el dato que es el segundo presidente católico después de Kennedy, como la de Harris.

Trump, quintaesencia del bocazas de la era Twitter, paradigma del fascismo banal con gorra de comandante en jefe, ha abierto el camino: si Biden y Harris fracasan, lo que vendrá después será lo peor que hayamos conocido

A partir de ahí, en la nueva era, todo son incógnitas. Pero, visto lo visto, puede que Biden -y Harris- sean la última oportunidad para regenerar la democracia en América, parafraseando el título del clásico de Tocqueville, con todo lo que ello supone para un mundo donde se extiende una nueva clase de totalitarismo del que Trump ha sido heraldo y referente. Desalojar a Trump de la Casa Blanca era díficil, muy difícil; pero más aún lo es desactivar el trumpismo sociológico, esa mitad “fea” de los Estados Unidos. Esos 70 millones de personas, derrotados en las urnas (como en la vida)  incapaces de ver en Harris nada más que “la primera mujer y la primera persona de raza no blanca”... que puede convertirse en presidenta en 2024. Enfrente están esos otros 75 millones que han salvado los muebles de un sistema que construye muros contra muchos de ellos, con o sin Trump en el Despacho Oval, como los latinos, decisivos en la victoria demócrata.

Lo llaman polarización extrema pero es mucho más y me temo que el tópico arquetipo del “moderado” con el que la prensa de aquí presenta a Biden por oposición al “radical” Trump sirve más bien de poco para entender lo que sucede. El sistema bipolar, americanos y rusos, que constituyó el orden mundial entre 1945 y 1989 y que fue dinamitado por el empuje de los flujos económicos y tecnológicos de la globalización, ahora se reproduce interiormente en las sociedades, no solo la norteamericana, en la forma de una nueva Guerra Fría. Una guerra de “razas”, de colores, de géneros, de identidades e incluso de roles mutantes, grupales e individuales. El demos -la comunidad política que inventaron los griegos- se atomiza y genera polaridades y fracturas a escala global. Después de la esperanza Obama vino la pesadilla Trump. Trump, quintaesencia del bocazas de la era Twitter, paradigma del fascismo banal con gorra de comandante en jefe, ha abierto el camino: si Biden y Harris fracasan lo que vendrá después será lo peor que hayamos conocido.