Acercándonos ya al final del primer cuarto del siglo XXI, parece claro que las distopías de Aldous Huxley (Un mundo feliz, 1932) y George Orwell (1984, publicada en 1949) han devenido novelas casi realistas, y, en algunos aspectos, incluso hiperrealistas. Ambos escritores anticiparon como pocos la naturaleza del mundo que viene, mejor dicho, que ya ha llegado, en el que la tecnología, más que nunca aliada con la economía, dicta la política, de Pekín a Washington.

Política de control y vigilancia, en la que la identidad de cada uno es un mero dato para ser tratado por los algoritmos que ya deciden por nosotros y que acabarán definiendo o redefiniendo quién o qué somos. En la tríada política, economía, tecnología, el primer término es el que aparece en clara regresión, incluso en casos en que lo político (aparentemente) mantiene el control de todo, incluído el sistema económico y la tecnología de uso masivo. Es el caso de China, donde el gobierno mantiene a la gente bajo un férreo sistema de control y vigilancia, gestiona el capitalismo de grandes corporaciones industriales y tecnológicas y decide cuándo, cómo y para qué se puede utilizar internet. Pero como se está entreviendo en la rebelión contra las mascarillas de la covid-19, antes caerá el todopoderoso Xi Jinping que el señor Google. La libertad, para muchos chinos, acabará siendo elegir entre el partido o Twitter, cosa que en el fondo no sabemos si es una bendición o una calamidad.

En todo caso, y después de tres años de pandemia, es obvio que los chinos quieren moverse, con covid-19 o sin ella, como lo hace el resto del mundo. La cosa tiene su gracia porque, al principio de la pandemia, algún posmaoísta nostrat se atrevía a dictaminar en Twitter que los sistemas “de mayor obediencia” como el chino, justamente, o sea la dictadura de partido único que, al parecer, ha abrazado el capitalismo salvaje como fase de transición o mal necesario en el camino hacia la sociedad comunista, acabarían antes con el virus que las democracias liberales. Tres años después,  la política de covid 0 con sus confinamientos ultramasivos y demás restricciones a la libertad está frenando la economía del gigante asiático. Y, por primera vez desde la matanza de Tiananmén (1989) —y descontadas las protestas democráticas en Hong Kong— se cuestiona el (supuesto) apoyo acrítico al régimen y el culto a Xi, que hace pocas semanas llegaba a su apoteosis con la expulsión en directo de su antecesor Hu Jintao, retirado de la primera fila de dirigentes como si fuera un mueble, en pleno congreso del Partido Comunista Chino.

La misma indisimulada admiración por el régimen "comunista" de Pequín que se profesa desde la izquierda local verdadera la expresaban algunos directores de escuelas de negocios de Barcelona a principios del siglo ante los innegables éxitos —en términos de crecimiento, productividad, modernización y creación de riqueza— del capitalismo chino, “de mayor obediencia”. Un capitalismo de sueño, sin empleados críticos ni molestos sindicalistas, nulos escrúpulos para agredir al medio ambiente y menos escollos para la depredación de continentes enteros como África, donde la diplomacia de las autopistas y los ferrocarriles ha hecho emerger a China como nueva potencia poscolonial ante el declive de los EE.UU y la vieja Europa.

Los chinos no quieren volver a ser chinos. Las restricciones del coronavirus, metáfora de todas las demás, son un osbtáculo en la descomunal redefinición de su identidad en la que se hallan

Podríamos recurrir al eslogan clintoniano algo obsoleto pero siempre efectivo, “¡Es la economía, estúpidos!”, para explicar por qué protestan los chinos ante el relativo estancamiento de la economía. Pero creo que hay algo más. No solo se trata de producción y beneficio. El capitalismo es también un sistema de racionalidad, un régimen de verdad y de identidad que configura lo real. Lo intuyeron los grandes filósofos fundadores de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, en la implacable crítica a las industrias culturales incluida en su Dialéctica de la Ilustración (1946). Los chinos no quieren volver a ser chinos. Y las restricciones del coronavirus, metáfora de todas las demás que soportan a cambio de haber vuelto a la corriente central de la historia, son un obstáculo en la descomunal redefinición de su identidad en la que se hallan por el efecto de 40 años de cambio económico y tecnológico hiperacelerado.

El hecho de haberse convertido en las últimas décadas en la fábrica del mundo ha permitido a muchos millones de chinos dejar de ser chinos pobres. Pero es la tecnoeconomía, el capitalismo asociado a la revolución digital y la economía del conocimiento, la fase siguiente al capitalismo industrial, la que permitirá a los chinos dejar de ser chinos. El tipo de racionalidad que comporta el capitalismo digital —el capitalismo Twitter, o Amazon, o Netflix— está anclado en la idea de libertad en grado superlativo: libertad máxima de elección y decisión. Que eso sea así en apariencia es lo que menos importa. Aunque sea en los (estrechos) márgenes que define el algoritmo, los chinos también quieren optar y decidir por ellos mismos, que es lo contrario de ser chinos: es decir, unos señores (o señoras, en realidad se distinguen poco) que ni optan por nada ni deciden nada: solo trabajan. Como chinos.

Las persistentes restricciones de la covid quizás han recordado a muchos ciudadanos chinos la importancia de ser libres. Puede ser un comienzo. Para todos

En términos de libertad, el  mundo de lo digital es ciertamente un simulacro. Lo escribió Jean Baudrillard a finales de los años setenta del siglo pasado, o sea, antes de la www. y de que todo fuera como hoy es. Los indios —de la India— que trabajan y dirigen la mayoría de las start-ups surgidas en Sillicon Valley, por ejemplo, hace mucho que dejaron de ser indios. Eso es lo que quieren los chinos y temen perder con el pertinaz confinamiento, la ventana de oportunidad de ser cada vez menos chinos. Las persistentes restricciones de la covid, el inicialmente bautizado como virus de Wuhan, quizás han recordado a muchos ciudadanos chinos la importancia de ser libres. ¿He escrito "ciudadanos"? Puede ser un comienzo. Para todos.