Michel Foucault decía, invirtiendo la famosa sentencia de Von Clausewitz, que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Que la constitución del estado soberano, el Leviatán de Hobbes, no significaba el fin del conflicto sinó su continuación en la política y en la comunidad política, donde se reproducen y perpetúan de manera infinita las relaciones de poder y dominación. ¿Y quién gana esa guerra de cada día? Cualquiera, habría respondido el filósofo de Poitiers, fiel a su divisa de que el poder no emana de arriba a abajo, tampoco de abajo a arriba, sinó en todas direcciones;  el poder es de todos y de nadie (y por eso es posible la resistencia y el cambio).

Bajo ese prisma foucaultiano, la vieja guerra entre España y Catalunya, el conflicto entre dos visiones sobre cómo articular no diré la convivencia sinó la vecindad -una, más bien por cojones; la otra, de común acuerdo- solo asiste ahora a un momento especialmente intenso, un capítulo más, eso sí, consecuencia de la (pen)última gran batalla. Esa guerra no se va a acabar ni en el caso que se imponga la política de tierra quemada desplegada por el gobierno y los aparatos del nuevo régimen español, ni en el muy poco probable escenario que las razones del independentismo -que cada vez son más- aceleren el tránsito hacia el objetivo perseguido, la constitución de un Estado catalán soberano reconocido (el problema fundamental no es de viabilidad, como todo el mundo sabe o intuye, sino de reconocimiento)

España, esa España que parece haberse impuesto aunque en realidad ha perdido todos los “referéndums” celebrados desde el 9-N, vive el escenario de la independencia de Catalunya como el fin de su recorrido histórico. Los aparatos estatales y las elites rectoras españolas están decididas a cargarse la democracia antes que una Catalunya independiente se las cargue a ellas. Esa hipótesis de fin de régimen es tan real que el poder español ha llegado a imaginarse de nuevo bombardeando Barcelona como antaño (ahí se paró la república del 27 de octubre) para doblegar de nuevo a los catalanes. Y, como no puede hacerlo -Europa, pese a todo, obliga- sueña con gobernar y administrar Catalunya con el 155 durante todo el tiempo que haga falta. Ora prometiendo infraestructuras cortocircuitadas durante décadas, como hizo el ministro-conseller De la Serna, ora reconquistando la escuela catalana, esa fábrica (lingüística) de independentistas, con el programa anti-immersión de Albert Rivera.

La España que parece haberse impuesto aunque en realidad ha perdido todos los "referéndums" desde el 9-N vive el escenario de la independencia de Catalunya como el fin de su recorrido histórico

Méndez de Vigo no sabe muy bien cómo aplicar esas resoluciones judiciales que, a caballo de la sentencia que fulminó el Estatut en el 2010, permiten introducir un 25% de horas de castellano en la escuela catalana. Pero, pese a ello, el gobierno de Madrid -y los poderes del nuevo régimen- ha  hecho una lectura correcta de la situación: la guerra no ha terminado porque los independentistas podrían ganar. Carles Puigdemont también ha realizado la lectura correcta: si cede, si acepta una mera investidura simbólica, Madrid habrá ganado la (pen)última batalla. Una investidura, y este no es un detalle menor, que será tan performativa como imposible de llevar a cabo en el Parlament porque ERC ha decidido que ya ha cubierto su cupo de mártires del procés -de lo contrario, Roger Torrent ya la habría permitido-.

Dicho de otra manera: si ERC y el PDeCAT no aceptan que lo que llaman el presidente o presidenta “efectivo”, el presidente en Barcelona, solo podrá ser una suerte de Molt Honorable por delegación, y que será Puigdemont quien mande,  Madrid habrá ganado la (pen)última batalla.

Pedro Teixeira Albernaz (1656) Madrid (1)

Mantua Carpetatorum sive Matritum Urbs Regia (Plano de Madrid) de Pedro Teixeira (1656). / WIKIPEDIA

La decisión no estriba entre elegir un presidente “real” en Barcelona o uno en Bruselas. Ese es el campo de juego que el gobierno del PP y los aparatos del Estado quieren imponer a una Catalunya falsamente derrotada. Si el independentismo compra ese marco, estará perdido. La aplicación del 155, que no parece conocer límites, anuncia el rediseño del principio de autonomía bajo el nuevo régimen. La autonomía va a ser reseteada en clave de graciosa concesión a Catalunya del soberano España; no como derecho histórico anterior a la Constitución y, en todo caso, reconocido y amparado por esta. Una concesión, además, siempre revocable. Lo que es diametralmente opuesto al pacto entre iguales representados en los respectivos parlamentos que se substanció formalmente en el Estatut. El armisticio (relativo) de la transición. Los "autonomistas" de buena fe deberían estar preocupados por la factura de no aceptar un referéndum de independencia.

Lo que debe decidir en este momento el independentismo es si quiere que Catalunya se gobierne desde Bruselas o desde Madrid. He ahí el verdadero dilema que deberá resolver más pronto que tarde. Continuará.