Con el Barça siempre ocurre que la metáfora fácil es la del espejo con la política nacional. Hay política en el fútbol, pero el fútbol no es todo política. De este terreno que sí comparten uno y otra —y que no siempre admite traslaciones generalizadoras— hay un vector identitario común: una parte de la memoria colectiva y de nuestra conciencia como catalanes se ha construido en torno al atributo de víctima. Ser catalán, también en la cabeza de los catalanes, es ser perdedor. No es una condición impuesta, aunque echa raíces en algunos acontecimientos y condicionantes externos. Escribía Josep Murgades en Contra una cultura del plany i el gemec que “es su manera de explicarse las impotencias de las que sufre y las que le han sido impuestas, de situarse en el transcurso de la historia, en relación consigo mismo y en relación con los demás”. Es una especie de pacto colectivo que nos permite compadecernos y redimirnos sin olvidar cuál es la causa última que hace que, nacionalmente, suframos lo que llevamos siglos sufriendo.

Ser víctimas —solo víctimas—, también cuando supone ser víctimas de la culpa de ser catalanes y, en consecuencia, de haber sido protagonistas y colaboradores de según qué acontecimientos históricos —algunos de ellos muy exitosos—, nos permite racionalizar quienes somos. Al mismo tiempo, nos imposibilita pensar que podemos ser de otra manera. Que ser catalán puede sinonimizar con otros atributos y que, a su vez, estos atributos nos van a permitir liberarnos de lo que ahora nos hace ser víctimas. Es un poco enrevesado, pero explicado de una manera sencilla, diría que se trata de descubrir que hay otra forma de ser catalán. Una forma de ser catalán, de hecho, que no favorece la sublimación española. Sublimarla es lo que paradójicamente hace la condición de víctima, la cultura del lamento y el gemido al que se refiere Murgades.

El fútbol y la política, o el Barça y la nación catalana, no siempre admiten traslaciones generalizadoras. Pol Viñas escribía esta semana en Núvol "Estoy harto, hartísimo, de metáforas nacionales. El contraste entre el Barça y la realidad política y social de Catalunya es tan flagrante que cualquier analogía, aunque sea para hacer evidente el desastre, es una forma odiosa de evasión. Basta de ejércitos desarmados". El contraste entre el Barça y la realidad política y social de Catalunya es flagrante y no admite analogías. Pero la forma en que lo que sucede en uno y otra afecta en cómo percibimos la catalanidad, y en cómo construimos nuestra identidad, quizás sí tiene un vaso comunicante. De hecho, un ejemplo de que esto es así es el rechazo que generan personalidades como el president Laporta. O Lamine Yamal, últimamente. No siempre, y no en cualquier circunstancia, pero de aquello que algunos llamamos desacomplejadamente, una parte del país aún lo llama despropósito de chulería. O de arrogancia, incluso. Y esta bifurcación de interpretaciones no se produce cuando el objeto es el deporte, hablando de ello de forma estricta. Se produce, sobre todo, en la parte política del deporte. Se produce, sobre todo, en lo que tiene que ver con la catalanidad del Barça y las consecuencias que el odio a esta catalanidad tiene en la parte política del fútbol.

Romper con la condición de víctima supone romper un pacto colectivo incubado durante siglos. Romper con la condición de víctima supone encontrar otra vía para explicarnos las impotencias que sufrimos y que nos han sido impuestas. Y situarnos en el transcurso de la historia, en relación con nosotros mismos y en relación con los demás en un sitio nuevo. No se puede hacer una traslación política de las victorias del Barça: hacerlo es huir de la realidad política del presente, no enfrentarnos a ello. Pero la forma de ganar, o la forma de luchar por conseguirlo sin dejarte constreñir por una identidad que te hace automáticamente perdedor, tiene consecuencias en la forma en que construimos e interpretamos nuestra identidad. Esto, a su vez, de forma remota, pero identificable, en tanto que afecta a la cultura del colectivo —nation-building, lo llaman—, puede tener consecuencias políticas. Y lo hace sin perder de vista el agravio, pero también sin resignarse a definirse solo en torno a este.

Una victoria del Barça de Laporta hace que el catalán se sienta menos desgajado

Murgades escribe en Contra la cultura del plany i el gemec, también, que “el divorcio entre su inabdicada voluntad de ser y su frustrada práctica existencial es demasiado grande y notorio para que el catalán no se sienta profundamente desgajado”. El contraste entre el Barça y la realidad política y social de Catalunya hace que cualquier analogía sea una forma de evasión, pero en lo que comparten el Barça y la realidad política —la catalanidad—, se revelan formas de ser y de hacer que recusan la distancia entre la voluntad de ser y nuestra frustrada práctica existencial. Supongo que, por eso, una victoria del Barça de Laporta —enfatizo— hace que el catalán se sienta menos desgajado. Porque se abre un espacio para construir una catalanidad que no gire, o al menos no únicamente, en torno a la condición de víctima. Sin evadirnos ni anestesiarnos con el espejismo de una normalidad que no llega, sino enfrentándonos con gozo y entusiasmo a quien se beneficia de que aceptamos que ser catalán sea sinónimo de ser cobarde, de ser blando, de ser perdedor.