Ha muerto Juan Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño, uno de los torturadores de la dictadura franquista, miembro de la Brigada Político-Social y después del Cuerpo Superior de Policía español. Parecía, el jueves pasado, que una puerta más se cerraba de la triste y sucia historia de España con nocturnidad y alevosía, talmente fue tratada la noticia. En el mismo silencio institucional, en la misma ausencia de condena de los partidos políticos, se rezumaba el sentimiento de alivio de todas aquellas y aquellos que no quieren que el fascismo rinda cuentas. Que no quieren que la verdad salga a la luz. Y, especialmente, que no quieren que tengan que asumir responsabilidades los personajes que a la sombra de la dictadura y después de la Transición y de la misma democracia española han visto protegidos sus delitos y su persona hasta el punto de acumular homenajes, medallas y pensiones. De aliviados y aliviadas hay más de izquierdas que de derechas, en España, ahora ya tantos del PSOE como de Unidas Podemos; porque los fascistas de pro no se tienen que esconder de nada, ni mucho menos disimular, en un país como este. Y si no que se lo pregunten —diremos que no a todos, pero sí a unos cuantos— a los cuerpos uniformados del estado español.

La Covid-19 se está convirtiendo en el manto perfecto para que pasen sin pena ni gloria, o sencillamente como males menores, un montón de casos de corrupción y maldad de toda naturaleza producidos, auspiciados y/o permitidos por el Estado. El más sonado, sin duda, los sucesivos capítulos de la corrupción en torno a la monarquía; pero también muchos otros, como este mismo.

Su muerte ha sido un regalo para todos aquellos responsables de la administración pública que tenían que haber actuado con todos los mecanismos democráticos a su alcance y no lo hicieron ni en su momento, ni ahora, ni pensaban hacerlo después

Para personajes como Billy el Niño la muerte parece un buen final, pero ciertamente todo el mundo tiene que morirse un día u otro y en este sentido nuestro final como tal, el de nadie, no tiene nada de poético. Ahora bien, la muerte del torturador puede haber parecido un buen final para muchos, para más de los que pensamos, pero no necesariamente para sus víctimas. Su muerte seguramente a estas alturas ha sido un regalo para todos aquellos responsables de la administración pública de varios niveles, pero especialmente de los más altos cargos tanto del Gobierno como de la justicia, que tenían que haber actuado con todos los mecanismos democráticos a su alcance contra su persona y no lo hicieron ni en su momento, ni ahora, ni pensaban hacerlo después.

A más de una y de uno les debe haber parecido que quedaba todo solucionado, por aquello de “muerto el perro, acabada la rabia”; pero nada más lejos de la realidad. Las responsabilidades no asumidas se heredan, igual que los bienes y aquello que queda por cumplir se traslada a aquellas y a aquellos que no han hecho su trabajo. Especialmente a los presidentes de Gobierno y ministros de turno, desde la Transición hasta ahora. No es sólo una cuestión de quien calla otorga, sino de la responsabilidad subsidiaria asumida de todas y todos aquellos gobernantes que han protegido su figura, la de un torturador, y sus maldades, que incluso lo han condecorado y/o mantenido con honor y gloria al amparo del mal llamado y autoelogiado estado democrático español.