La consejera de Sanidad de Castilla y León, Verónica Casado, se puso a llorar en el pleno de la cámara de la comunidad autónoma al nombrar, con nombres y apellidos, las bajas semanales del personal sanitario en su territorio. No encuentro fuera de lugar la emoción en el trabajo de la política cuando no es fingida u oportunista, y esta parece que no lo es. Ahora bien, me las miro de lejos, estas lágrimas, porque no sé qué lectura darles; porque la tiene, más allá que ella misma también sea médica e, incluso, conociera, que no sé si es el caso, personalmente, a una o más víctimas.

No acabo de entender lo que se está haciendo con el colectivo de los trabajadores y trabajadoras de la sanidad en este estado/país. No quiero, en ningún caso, menospreciar su contribución ni los sacrificios que una parte muy importante de profesionales están llevando a cabo. Sólo faltaría, todo lo contrario. Pero también quiero sopesar la de muchos otros colectivos, que si bien es cierto que no luchan contra la muerte, sí que hacen una contribución esencial para que nos mantengamos vivos. También exponiendo su vida. Este es un país que sólo entiende de diferenciar colectivos para privilegiar algunos e invisibilizar otros, y eso no me gusta.

No dejo de preguntarme cómo podremos mirar a los sanitarios a los ojos, cuando esto acabe, si nos hemos preocupado mucho más de dar palmas que de golpear cazuelas para reclamar las mejores condiciones posibles para su trabajo

Pero este no es ni siquiera el tema esencial de la reflexión a hacer, sino, uno muy diferente y bastante delicado: ¿por qué, en el caso del personal sanitario, los hemos convertido, o se han convertido por méritos propios, en héroes y heroínas? Evidentemente puede parecer muy estúpida la pregunta dado que en los hospitales se concentra la infección como en ningún otro lugar y, por lo tanto, también el riesgo de contagio; además de la naturaleza y tipo de contacto que requiere el propio trabajo. Pero quiero ir más allá; no tenéis que ver nada más que preocupación en lo que digo. Las heroicidades esconden siempre, en el reverso de la moneda, peligros asumidos y bajas que tendrían que haber sido innecesarias. Y todos sabemos que, en España, el colectivo ha sido especialmente golpeado en comparación con otros países.

Entiendo los aplausos como un reconocimiento a su entrega; no a su trabajo, porque en el concepto está la obligatoriedad de llevarlo a cabo. Lo que pasa cada día a las 8 de la noche —aunque el tema policial merece un capítulo aparte—, me parece un gesto de gratitud colectiva que puede ser muy apreciado por el personal sanitario ante el cansancio, la lucha y el esfuerzo hasta el límite que realizan. Sin embargo, al mismo tiempo, no dejo de preguntarme cómo los podremos mirar a los ojos, cuando esto acabe, si nos hemos preocupado mucho más de dar palmas que de golpear cazuelas para reclamar las mejores condiciones posibles para su trabajo. Y lo sabemos, el Gobierno podría haber hecho mucho mejor el suyo; tanto respecto a dejarles coger la iniciativa médica y científica más adecuada, como a proporcionarles el material adecuado y todos los recursos disponibles. Sólo el último de los temas publicados, el de las mascarillas defectuosas compradas y proporcionadas por el gobierno español, es lo bastante sangrante para no tener que poner más ejemplos.

Dar palmas me parece aceptar la inevitabilidad de lo que está pasando, cuando muchas muertes y contagios nos los hubieran podido ahorrar; me parece aceptar que los profesionales tengan que luchar arriesgando la vida más de lo que sería necesario. Ni una cosa ni la otra tendrían que normalizarse, ni deberían permitirse. Esto no ha acabado. Tenemos que tomar iniciativas diferentes para enmendar errores y no repetirlos en el futuro y tenemos que pedir cuentas de lo que ya ha pasado. Los sufrimientos y las muertes importan, no dejemos que queden sólo como daños colaterales; más ahora que cada vez hace mejor tiempo y ya podemos salir a la calle.