Hay cosas que no se tendrían que explicar; bien, cuando menos tendrían que ser de tan evidentes incontestables, pero lo cierto es que pasa todo lo contrario. Cuanto más importante es el tema, más, y, cuanto más poder tiene la institución, todavía más. Ahora bien, de ahí a lo que ha hecho el Tribunal Supremo con la sentencia acabada de emitir sobre las hipotecas, hay un abismo.

Vayamos por partes. Normalmente no hay situaciones tan evidentes de la parcialidad y los intereses de todo tipo que están detrás de cualquier decisión; también y especialmente de las supuestamente técnicas, ya sea en el campo jurídico o, por poner otro ejemplo, en el médico. Aceptar eso y reconocerlo es el primer paso para cambiarlo, para vigilar que no ocurra, pero lo cierto es que se parte de la premisa contraria: las personas con trabajos de contenido técnico solo aplican este criterio y el conocimiento de su especialidad, al que han llegado después de mucho estudiar o de años de práctica o de ambas cosas. Por eso hay iluminados que piden gobiernos de tecnócratas, y en cambio yo me llevo las manos a la cabeza ante el disparate.

Mentira, las decisiones y los criterios no son nunca solo técnicos o científicos, basados en el conocimiento; y eso no lo digo solo por lo que pasa con el Tribunal Supremo. Eso no es verdad porque no lo puede ser sin conciencia previa de cuán subjetivos llegamos a ser; y quien más lo es, es precisamente aquel que más se empeña en afirmar que es neutro o imparcial o profesional. De eso no se salva nadie; pero cuando es un juez, un policía, Hacienda o un médico el que tienes ante ti, la cosa se complica, dado que tiene tu vida en sus manos, se entienda literal o metafóricamente. Y es, precisamente, en estos colectivos donde más difícil resulta encontrar este reconocimiento del peligro en que siempre se encuentra la imparcialidad.

Las decisiones y los criterios no son nunca solo técnicos o científicos, basados en el conocimiento; y no lo digo solo por lo que pasa con el Tribunal Supremo

Somos parciales, todas y todos, por definición; porque todos tenemos —declarado, manifiesto, reconocido o no— un sistema de valores con el que vemos el mundo y con el que al mismo tiempo lo juzgamos, y, en consecuencia, a partir del que valoramos, decidimos y actuamos. Y, por tanto, de manera natural, no separamos lo que para nosotros está bien o está mal de lo que pasa. Decimos y pensamos que solo evaluamos hechos y nos escudamos detrás de los criterios técnicos, pero lo cierto es que sin un trabajo consciente para dejar de lado nuestros valores solo somos imparciales en un grado más o menos alto. No lo reconocemos, ni queremos hablar de las implicaciones que tiene en nuestro día a día, pero, eso sí, podemos incluso admitirlo y excusarlo y llegar a ponerlo en valor en nombre de conseguir el mundo que queremos o de hacerlo lo mejor posible. La única pega es que la definición de un mundo mejor es siempre un criterio subjetivo que no puede satisfacer a todos, y que en cualquier caso es del todo discutible. Y, si no, mirad quién paga o quién deja de pagar en el caso de las hipotecas. Eso sin necesidad de sacar a colación el rescate a la banca que se justificó, no hace tanto, en nombre de este mismo bien común; un bien común que yo todavía no conozco, porque a mí siempre me perjudica como mujer, ya no joven del todo, como trabajadora y como catalana.

Fíjense, no me preocupa esta inseguridad jurídica de la que ahora se empieza a hablar como si fuera nueva, porque, de tan evidente como es, habla por sí misma. A mí me preocupa la cotidiana que se niega o se menosprecia o se le quita importancia porque no afecta a la mayoría; o porque ya le va bien a la mayoría por las características concretas de aquellos a quienes afecta. Me preocupa que sea normal ir a un juicio y que te digan, con toda la naturalidad, que todo dependerá del juez que te toque. Me preocupa qué se ha hecho en el caso de la infanta y qué no se ha hecho en el caso del Rey. Me preocupa que apartaran al juez Santiago Vidal por explicitar su sistema de valores, como si el resto no tuviera, y que no se analizase lo que realmente hacía falta, esto es, en qué casos el sistema de valores de cada juez interfiere, guía, comanda sus sentencias. Hay quien lo dice claramente en una conferencia y no pasa nada. Me preocupa, y mucho, que una compañera universitaria profesora de derecho, en una discusión sobre la tristemente famosa sentencia de La Manada, me mandara callar bajo la premisa de que yo no tenía criterio o no lo podía emitir —eso al final no me quedó claro— porque no era de mi especialidad y porque la sentencia era una mera cuestión técnica y no había nada más que decir. Huid siempre de los criterios meramente técnicos; también cuando estos los pongan los robots o cualquier máquina de inteligencia artificial.

¿Desde cuándo o, mejor dicho, cuándo la ley ha sido igual para todos? La historia de la aplicación del derecho a la práctica es la historia de la lucha de algunos, muy pocos, para que eso se cumpla, pero de momento pierden por KO en muchos lugares, también en España. No habríamos de empezar a preguntarnos todos qué es lo que pasa, especialmente aquellos que se dedican a ello.