Estas son semanas de protestas por parte de los agricultores a nivel europeo. A Catalunya también ha llegado esta oleada, que se suma a los gritos de auxilio que periódicamente emite un sector socialmente poco apreciado y administrativamente demasiado relegado a un segundo o tercero plano de las políticas públicas.

En Catalunya se han vuelto a poner sobre la mesa algunas causas típicas del sufrimiento del sector: aumento de costes energéticos y de materias primas, precios de mercado que no cubren costes, lo que se consideran márgenes abusivos de la distribución, etc. Últimamente se han añadido otros problemas, la mayoría con origen en Bruselas, como el aumento de la burocracia, la reducción de las ayudas de la PAC, cambios legales demasiado frecuentes, restricciones para utilizar determinados productos químicos, objetivos medioambientales relacionados con el cambio climático, entre otros. Todo con el añadido del malestar que en nuestro país provoca la sequía, que se aprovecha para acusar —seguramente con razón— de la falta de políticas de riego y la falta de planificación por parte de la Administración.

A pesar de estos motivos de protesta, un sector tan estratégico como es la producción agroalimentaria del país, requeriría más atención, por no decir una atención especial por parte de los distintos actores con incidencia sobre la actividad. Más allá de los tópicos más manidos, creo que hay tres aspectos de naturaleza económica que, según mi opinión, son críticos para entender esta crisis permanente.

El primero es la baja autoestima de los catalanes hacia los productos propios, que son, por cierto, de proximidad, o sea que dejan la mínima huella ambiental de transporte. Catalunya se encuentra en este sentido a una distancia sideral de Francia, donde existe una gran conciencia ciudadana (y por lo tanto, del consumidor) con respecto a los productos del país. Algunas enseñas de la distribución comercial son sensibles a esta cuestión y aplican unas políticas de producto claras y explícitas, pero la gran mayoría prescinden de la proximidad y no consideran nada más que el precio/calidad. Tanto por parte de la distribución como por parte del consumidor esta es una actitud racional económicamente, pero pone de relieve una baja sensibilidad ambiental y una nula responsabilidad social con respecto al territorio y a la gente que en él trabaja.

A la Generalitat le falta amor por la tierra y no facilita lo suficiente las cosas a quienes se dedican a ella

El segundo factor crítico que afecta a la agricultura catalana y española es la competencia desleal extracomunitaria, el dumping de productos de importación que no están sometidos a las restricciones que afectan a los productores europeos. Es cierto que la creciente limitación de determinados productos químicos va en la buena línea de la sostenibilidad y es altamente deseable, sin embargo es injusto que productos obtenidos en terceros países con marcos reguladores laxos compitan con los de aquí, con marcos reguladores estrictos. Si no se quiere prohibir la importación, porque iría contra principios económicos básicos, lo que no se puede hacer es que estos productos entren en nuestro mercado sin unas nivelaciones (en forma de aranceles u otras restricciones) que pongan los productos de aquí y de allí en un plano competitivo parecido.

El tercero y último factor, pero no menos importante, es que las administraciones no han cultivado un sector tan estratégico como es la agricultura. Por una parte están las políticas que vienen de la UE (PAC, DUN, DAN, burocracia, restricciones de productos, etc.), pero en este terreno la Generalitat no hace mucho más que de gestoría. A lo que me quiero referir es que nuestros gobiernos no se han tomado la agricultura tan seriamente como se han tomado, por ejemplo, el automóvil o las nuevas tecnologías. Un sector que nos alimenta y que es una pieza tan fundamental para el mantenimiento de los equilibrios territoriales y demográficos, requeriría políticas activas decididas y de gran alcance. Ya existen programas disponibles, pero lo que hace falta es impulsarlos y destinar tantos recursos como sea necesario para cambiar la dinámica negativa en la que estamos instalados.

El Departament d’Acció Climàtica, Alimentació i Agenda Rural a Catalunya, como administración responsable de la agricultura y la ganadería del país, tendría que pensar en términos de 15-20 años vista, destinar al sector no algún centenar de millón de euros anualmente, sino algún millar de millón. La reacción a las protestas de estos días ha servido para apaciguar la llamarada campesina, para dar golpecitos a la espalda, para prometer diálogo y reuniones, y así ir tirando. No es esto lo que hace falta, lo que hace falta es más profundo: una visión del sector a nivel de país a medio y largo plazo, poner dinero y... cambiar la actitud por parte de la administración catalana con respecto al sector, cosa que no puede venir ni de Brusel·les ni de Madrid, sino de la proximidad. Tengo toda la sensación de que a la Generalitat le falta amor por la tierra y no facilita lo suficiente las cosas a quienes se dedican a ella.

Todos juntos (incluidos los consumidores) no somos lo bastante conscientes de la impagable contribución del campesinado a la seguridad alimentaria, al mantenimiento del territorio y al equilibrio demográfico de un país que parece abocado implacablemente hacia las grandes concentraciones urbanas, olvidando que hay vida más allá de las ciudades.