Solemne, fascinante como leyenda convertida en persona, ayer la vi. La corona resplandeciente se pudo expresar a través del lenguaje universal de la televisión para desear Felices Fiestas a todos. Brillaba, como siempre, hecha para ser mirada y admirada desde la distancia, estaba allí la corona, con sus piedras preciosas fulguraba como un fuego encendido que calienta si se sabe mantener la distancia adecuada. Sus colaboradores siempre se refieren a ella simplemente como “la presencia” porque, de hecho es algo más que un simple ser humano, va bastante más allá de la función constitucional que se le ha conferido como jefe del Estado, símbolo ceremonial del país y fuente del honor. La presencia es asimismo una figura fantasmal, un recuerdo sublime, una figura que encarna el misterio dinástico, la pervivencia política que atraviesa los siglos. Del mismo modo que adivinamos los gestos del abuelo en los gestos del nieto, del mismo modo que nos miramos en el espejo un día, inadvertidamente, y por un momento nos ha parecido que no se trataba de nuestra cara, sino de la de nuestro padre, la de nuestra madre, tal vez la de algún abuelo. La cara del monarca es memoria viva de la nación a través de la prueba fehaciente de la genética, incluso suele llevar para reinar un nombre prestado de algún antepasado, luego lleva puesto un ordinal que subraya el vínculo. El individuo coronado es siempre una representación monárquica de un colectivo político, la evocación de muchas otras cosas que no se dicen pero que se ven bien claras si se consigue el tiempo y la paciencia para poder mirarlas. La corona, es necesario saberla mirar y entender, y con mayor motivo si se es republicano o simplemente crítico, discrepante político.

Aplaudo el admirable gesto de profesionalidad de la corona, de servicio, durante todos estos años, aunque siempre es imposible compartir todo lo que se ha llegado a hacer en política. Pero un aspecto en concreto, rotundamente sí merece ser aplaudido. Aunque le mataron a su tío en un atentado terrorista en 1973, la corona quiso participar de la apuesta por la paz, por la convivencia y el respeto. La corona quiso conjugar en primera personal del plural —los reyes siempre son mayestáticos, no tienen solución— los verbos del perdón, de la autocrítica, por lo que pudimos asistir, atónitos, a la escena de la testa coronada tomando el té con los representantes políticos del movimiento terrorista que había asesinado a Lord Mountbatten. Porque la concordia y la armonía democráticas no pueden predicarse si primero no se predica con el ejemplo. Especialmente cuando la monarquía no es nada más que eso, un modelo, un ejemplo. La presencia, conocida como Isabel II de Inglaterra, ya tiene noventa y un años y fue su abuelo Jorge V el primer monarca en retransmitir un mensaje por Navidad, en 1932, cuando la radio era el único medio en tiempo real. La reina Isabel, cada 25 de diciembre desde que accedió al trono en 1952, continúa esta tradición, tanto para el Reino Unido como para los 52 estados de la Commonwealth. Pensemos que hay 15 de estos estados que la reconocen como soberana constitucional y jefe del Estado. Como heredera simbólica de un fabuloso imperio británico que tuvo que transformarse profundamente para poder seguir vivo, la reina Isabel ya tiene cierta experiencia ante la cámara seis décadas más tarde. Ayer recordó con tristeza las 35 víctimas del terrorismo que ha habido este año en el Reino Unido, sin que nadie haya podido probar que ninguno de los terroristas islámicos fuera un confidente, un agente de los servicios secretos británicos. Y aunque ella, Su Graciosa Majestad británica, encuentre muy divertido e ingenioso al baranda maleducado con el que vive, a mí su marido Felipe de Edimburgo, una especie de Urdangarin que se acaba de retirar con 96 años, me produce la misma antipatía que un dolor de vientre. El espíritu de la Navidad no me hace olvidar según qué cosas, aunque lo intente la señora BBC.