Ahora resultará que los catalanes, después de años y años en los que la mayoría se creían que eran de izquierdas o, a lo sumo, de centroizquierda, porque quedaba mejor que ser de derechas, son cada vez no solo eso, sino más de extrema derecha. Esta es, al menos, la conclusión simple y simplista a la que llegan según qué analistas después de ver que en Catalunya, de acuerdo con las encuestas, Aliança Catalana y Vox suben, dicen, como la espuma, si ahora se celebraran elecciones al Parlament. Una constatación tan banal como superflua que merece muchas matizaciones antes de tragársela acríticamente.

De entrada, la credibilidad de las encuestas políticas en este país es más bien nula, ganada a pulso después de tiempos de errores, pifias y desaciertos monumentales. A excepción de las que se hacen estrictamente durante el período electoral, que, por otro lado, suelen ser las que más equivocaciones acumulan, el resto tan solo sirven para marcar tendencias, que ya es bastante importante. Pero cada vez más a menudo también se usan para ver cómo responde la opinión pública ante una situación determinada o para presionar a las fuerzas políticas rivales en un sentido o en otro o para manipular, en pocas palabras, la realidad a conveniencia de quien tiene la sartén por el mango en cada momento. Por lo tanto, hay que tener presente que la utilidad real de todos los sondeos no va más allá de hacer hervir la olla política y hay que ponerlos, pues, siempre en cuarentena, y más teniendo en cuenta que muchas veces los resultados se cocinan a gusto del consumidor.

Para continuar, hay que tener muy claro qué significa ser de extrema derecha o de ultraderecha, que aunque se utilicen como sinónimos tienen significados un poco diferentes. La extrema derecha es la tendencia radical extremada dentro de una línea política de derecha o, lo que es lo mismo, la derecha de ideología más radical, y la ultraderecha es la extrema derecha que no excluye la violencia para conseguir sus fines. La diferencia no ofrece, teóricamente hablando, lugar a dudas: una puede ser violenta y la otra no. En la práctica, sin embargo, ¿qué es lo que hace que una opción sea la más radical de todas las de su género? ¿La vehemencia con la que defiende sus postulados? ¿La firmeza con la que hace frente a los problemas? ¿La determinación con la que intenta buscar las soluciones? Tal como está planteado actualmente el debate en todo Occidente, la definición viene dada por el hecho de estar en contra de la inmigración o no.

Pero no solo por eso, sino sobre todo por el hecho mismo de hablar de ello, que traducido quiere decir que el simple hecho de entrar en el debate de la inmigración es hacerle el juego a la extrema derecha, tal como lo entienden los garantes de la nueva ortodoxia política que encarnan las izquierdas y el resto de los partidos convencionales del sistema de la tendencia que sea, que normalmente son los que tocan poder, la llamada clase dirigente. Todas estas formaciones niegan el derecho a discutir que hay problemas reales que se derivan del fenómeno migratorio, porque consideran que el solo hecho de dialogar con las fuerzas contrarias a la inmigración es una concesión inaceptable y equivale a comprar el marco de la extrema derecha. Para ellas, de hecho, oponerse a la cantinela de que la inmigración es un fenómeno inevitable, deseable y positivo, en cualquier forma y cantidad, es lo mismo que ser xenófobo, racista, intolerante y discriminador, como mínimo. La receta de las izquierdas es, pues, el silencio, no hablar de ello, y así creen que está todo resuelto; cuando la consecuencia es que el silencio lo han ocupado sin resistencia alguna sus adversarios y precisamente las fuerzas antiinmigración.

En Catalunya no hay ningún indicio de crítica interna en las formaciones llamadas de izquierda

El problema añadido es que, a diferencia de lo que empieza a pasar en algunos países de alrededor, en Catalunya no hay ningún indicio de crítica interna a las formaciones llamadas de izquierda. Por eso es interesante que alguien que se describe como miembro de este sector cuestione, aunque solo sea a título personal, el discurso oficial, que es lo que hace el economista Noel Huguet en el artículo "¿Cómo hablar de inmigración desde la izquierda?", publicado recientemente en Octuvre.cat. En todo caso, de acuerdo con los parámetros definidos por esta nueva ortodoxia de la corrección política, a continuación habrá que constatar que Aliança Catalana y Vox son efectivamente de extrema derecha, porque no solo hablan de inmigración, sino que a menudo hacen bandera de su actuación. En principio, sin embargo, ninguno es de ultraderecha, porque por ahora no se les conocen actuaciones violentas, al menos en el caso del partido de Sílvia Orriols.

Aun así, entre Aliança Catalana y Vox hay muchas diferencias y, por lo tanto, no se pueden meter en el mismo saco. Uno es un partido catalán, el otro es un partido español y, encima, explícitamente anticatalán. Tanto lo es, de hecho, que uno de los objetivos de la formación de Santiago Abascal sería, si pudiera, exterminar a los catalanes y todo lo que tenga relación con el catalán y con Catalunya. Por este motivo, Vox es también una fuerza fascista, cosa que no se puede decir de la de la alcaldesa de Ripoll, por mucho que algunos intenten colgarle la etiqueta. Aliança Catalana tiene, además, un extenso programa social, económico y nacional mezcla de preceptos liberales y socialdemócratas, y llegados a este punto la gente debería hacer el esfuerzo de leerlo íntegramente antes de criticar su contenido sin conocimiento de causa por el simple hecho de que habla de inmigración. Ni que fuera para saber realmente a qué se oponen los que lo hacen.

La conclusión, para ir terminando, debería ser que, si querer controlar, ordenar y limitar los flujos migratorios, de manera que toda la inmigración que llegue a Catalunya sea legal y que la ilegal no tenga cabida —y aquí está incluido un concepto especialmente polémico como el de las deportaciones— es de extrema derecha, entonces probablemente un grueso cada vez más importante de la ciudadanía catalana es de extrema derecha. Y no porque sea militante o simpatizante de Aliança Catalana, sino porque esta es una realidad cada vez más extendida entre la población, más allá de la ideología de cada uno, en línea con lo que sucede en otros lugares de Europa, como Italia o Dinamarca, por ejemplo. No querer entrar en el debate sobre la incidencia que tiene la inmigración en la seguridad, en la asistencia sanitaria, en los servicios sociales, en la enseñanza, en los salarios, en la vivienda, en las actitudes machistas, en el conocimiento de la lengua catalana, en las tradiciones autóctonas o, entre otros, en la preservación de la identidad nacional de Catalunya, es dejar el camino expedito para que fuerzas como Aliança Catalana se lo hagan suyo y conecten con la gente por poco que les transmitan cuatro mensajes sensatos.

No es que Sílvia Orriols tenga razón en todo lo que dice —aunque parece que los ponga a todos muy nerviosos— ni que muchas de las soluciones que plantea no sean cuestionables. Es que esta izquierda dogmática, sectaria y que mira a todo el mundo por encima del hombro —totalitaria, en definitiva—, ha renunciado a tratar estos y otros problemas y ha sido incapaz, en consecuencia, de ofrecer respuestas satisfactorias a las inquietudes de la población. Y el resto de partidos convencionales, aunque no sean de izquierda, ha hecho exactamente igual. A partir de aquí, finalmente, que nadie se extrañe si todos juntos, no en las encuestas, en las urnas, se topan con alternativas que les pasan por encima.