En casa solo leemos La Vanguardia cuando queremos saber la opinión (previsible) de los virreyes de la tribu sobre el país o también cuando —tras haber escrito un artículo insignificante, presos de una concavidad de ánimo que no cura ni el Escitalopram— nos consuela saber que siempre habrá la prosa de Jordi Évole o de Lluís Foix para animarnos el espíritu. Ayer mismo, el diario de Godó publicó una encuesta urdida expresamente para asustar a la sociovergencia catalana; primero con una ligera caída del PSC, por la que uno querría sugerir que la normalización del president Illa y la apariencia de un Govern trabajador-ordenado no acaba de excitar a los electores. En segundo lugar, sorprende el auge espectacular de Aliança Catalana (según los aliancistas, “cocinado a la baja”) que los españoles de Francesc Macià querrían equiparar al éxito de Vox en cuanto a la pulsión ultraderechista y la alergia a los recién llegados.
Las muchachas de la third way se han apresurado a explicarnos el estrellato de Sílvia Orriols en el desencanto indepe del posprocés, las toneladas de ira reprimida de una ciudadanía antes hipermovilizada que ahora ve cómo Esquerra y Junts juegan a apropiarse del antiguo espacio convergente, e incluso una cierta nostalgia por la época folclórica del pujolismo con su consecuente defensa de la preservación de la lengua catalana como condición de posibilidad por la ambición nacional. También querrían que el tablero político del Parlament, en lo referente a los grupos emergentes, fuese el resultado del caos en Rodalies, de la crisis de la vivienda (buaj) y de toda una serie de negligencias políticas que explicarían un decantamiento hacia las soluciones fáciles que nos regala el populismo. Como siempre pasa en estos casos, hay que alejarse de la prosa del sistema socialista y buscar el calor (buaj) en la gracia de gente que guarda ideas en la cabeza.
Intentando religar la política al ámbito de las emociones y poniendo un punto de vista global que es de agradecer, Enric Juliana ha vuelto a visitar a su queridísimo toro oracular Segador. Juliana y su animalillo querrían vincular el fenómeno de Aliança a la retórica mediática trumpista-ayusista, consistente en hacer correr rumores del tipo “los inmigrantes se comen a los perros” o “Madrid es Sarajevo” para así incitar la viralidad de unos argumentos cercanos al delirio pero que, una vez puestos en la arena discursiva, acaban siendo de uso común. Paralelamente, Juliana prevé una España pseudoaznarista donde el socialismo se agarraría a la metáfora del genocidio en Gaza para excitar a las bases del progresismo y donde la derecha podría acabar devorada en la carrera por la radicalidad entre el PP y Vox. Este terreno, no es sorpresa, sería el suelo idóneo para que resucitara la vetusta metáfora julianesca: el retorno del catalán cabreado.
El catalán no vive airado, sino que justamente se está despertando para dejar de trabajar por los políticos y que los responsables públicos curren por sus intereses
La primera objeción a la tesis, si se me permite la deformación profesional, es más bien filosófica. Lejos de encontrarnos en un debate que tiende a la emoción —y, en este sentido, los procesistas habrían progresado adecuadamente— estamos ante un electorado repleto de gente que no quiere que le vuelvan a tomar el pelo a base de falsas promesas o trampas dialécticas. En este sentido, lejos de cabreados, los votantes de Aliança son gente sin complejos que no teme afrontar la discusión sobre el unilateralismo, el impacto de los recién llegados en los servicios públicos y la identidad cultural del país (unas ideas que algunos indocumentados temerarios tildan de fascismo pero que podrían aplicarse a la política de seguridad interior de la mayoría de países). El catalán no vive airado, sino que justamente se está despertando para dejar de trabajar por los políticos y que los responsables públicos curren por sus intereses.
A su vez, ligar el espíritu de Orriols a políticos como Trump, Salvini y Meloni me parece un poco tramposo, pues todos estos líderes comparten quizá el espíritu de la nueva estrella de Ripoll, pero esparcen su propaganda a través del calorcito de las estructuras ideológicas de un Estado. En este sentido, es normal que la capataz de Aliança Catalana traiga de vuelta el independentismo a la retórica identitaria, puesto que los movimientos cívicos pueden rematarse con un deje de transversalidad —recordemos movimientos como Súmate o lemas como hacer la independencia sin tirar ni un solo papel al suelo—, pero necesitan una base identitaria-folclórica para cimentarse. Todo esto a mí, como niño del Eixample educado en el maragallismo, me puede dar una pereza oceánica, pero una cosa aprendida durante el procés es que el nuestro no ha de ser un movimiento de astutos culturetas, sino una trama de imposición.
En este sentido, Juliana olvida que medidas pacificadoras como la amnistía no han supuesto una pacificación de Catalunya (Enric, ¡escribes como si la abstención no fuera el principal partido del país!), sino precisamente la toma de conciencia de unos ciudadanos que saben perfectamente que sus líderes trabajaron desde antes de 2017 para salvar el culo y hacerse los mártires. Sentimentalizar este proceso como si el votante de Aliança fuera un simple catalán cabreado que se indigna porque la R1 no pasa a tiempo por Mataró o porque los camareros argentinos se mean en la lengua es un poco deshonesto. Pero hay que agradecer a los virreyes periodísticos y políticos (escuchad, por ejemplo, la última entrevista de Josep Borrell, uno de nuestros enemigos más sagaces) que nos indiquen la estrategia de confundir a todo dios con un sesgo envidiable. Como somos menos sentimentales y airados, precisamente, lo vemos todo de una forma mucho más clara.