La lengua no es solo un medio de comunicación, es también un vehículo de cultura, identidad y pertenencia. Quien decide emigrar a otro territorio sabe que, más allá de los trámites administrativos o las adaptaciones laborales, existe un reto aún más profundo: el aprendizaje de la lengua local. Catalunya, con su historia, cultura y lengua propias, plantea a cualquier recién llegado una pregunta inevitable: ¿cómo integrarse plenamente sin aprender catalán?

La historia de las migraciones demuestra que aprender la lengua del lugar de acogida no es un obstáculo, sino la llave para abrir puertas. Durante los siglos XIX y XX, millones de europeos emigraron a América Latina. Italianos, alemanes, portugueses, polacos, griegos y tantos otros cruzaron el Atlántico en busca de mejores condiciones de vida. Al llegar se encontraron con países jóvenes, en construcción, donde el castellano o el portugués eran las lenguas vehiculares. Quien quisiera encontrar trabajo, negociar en el mercado, enviar a sus hijos a la escuela o acudir a un médico debía aprender el idioma local. No había alternativa.

El proceso no fue inmediato. Muchas comunidades mantuvieron durante años el uso de sus lenguas de origen en el ámbito privado, pero el idioma del país receptor se convirtió en condición imprescindible para participar en la vida social y económica. Argentina, México, Uruguay o Brasil son ejemplos claros de cómo ese aprendizaje se transformó en la herramienta de integración. Lejos de ser visto como un sacrificio, era la forma de tejer vínculos, acceder a mejores oportunidades y garantizar que las siguientes generaciones se convirtieran en ciudadanos plenos, con iguales derechos y deberes que los nacidos allí.

La situación de Catalunya no debería ser distinta. Aquí existe una lengua con siglos de historia, que ha sobrevivido a persecuciones, censuras y marginaciones, y que hoy articula la vida social y cultural de millones de personas. El catalán no es una rareza local ni un simple dialecto, sino un idioma completo con gramática, literatura, tradición y complejidades. Para quien emigra a Catalunya, aprenderlo debería ser un paso natural. No se trata solo de una opción práctica, —poder desenvolverse en la escuela, en el trabajo o en el barrio— sino de un gesto de respeto hacia la sociedad de acogida. Si en cualquier otro país se da por descontado que los recién llegados aprendan la lengua local, ¿por qué habría de ser distinto aquí?

Limitarse al castellano implica renunciar a una integración completa. Quien no entiende catalán se autoexcluye de una parte de la vida cultural, política y social

El error frecuente es pensar que basta con hablar castellano. Es cierto que con él uno puede comunicarse con una parte significativa de la población —diría que hasta con toda—, aunque para muchos no sea su lengua materna, pero limitarse a esa lengua implica renunciar a una integración completa. Quien no entiende catalán se autoexcluye de una parte de la vida cultural, política y social.

Aprender una lengua nueva nunca es sencillo. Cada idioma exige esfuerzo, disciplina, paciencia y perder el miedo al ridículo. En el caso del catalán, muchos inmigrantes perciben al inicio que las diferencias con el castellano son pocas, lo que genera una falsa sensación de facilidad. Esa ilusión se rompe cuando aparecen las primeras dificultades reales y la frustración hace acto de presencia. Dominar una lengua es un proceso que pasa por distintas etapas. En la primera, lo fundamental es cubrir necesidades básicas: pedir en una tienda, saludar a los vecinos, preguntar una dirección, interactuar en el transporte público. No se exige perfección gramatical, pero sí voluntad. Esa debería ser la obligación mínima de cualquier recién llegado: desenvolverse en lo cotidiano en la lengua del lugar.

En una segunda etapa, más compleja, se entra en los ámbitos profesionales. Aquí la exigencia es mayor, porque los errores pueden tener consecuencias serias: una mala comunicación con un cliente, un malentendido en una negociación, una ambigüedad en un contrato o una confusión en un contexto judicial. Hasta dominar plenamente la lengua, el riesgo de errores es elevado. Y es aquí donde la prudencia se impone.

Hablar catalán —o intentarlo— en lo cotidiano es, en el fondo, una forma de decir: estoy aquí, quiero entenderte y quiero que me entiendas. Y esa voluntad, más que la perfección lingüística, es lo que verdaderamente construye la base del respeto mutuo y la integración

En la vida cotidiana, sin embargo, el esfuerzo por comprender, aprender y utilizar el catalán, aunque sea de manera imperfecta, debería ser un compromiso moral. No se trata de alcanzar en pocos meses un nivel académico, sino de demostrar con pequeños gestos la voluntad de integrarse. Preguntar en catalán, aunque con errores; responder con inseguridad; insistir en escuchar y comprender: todos son actos que transmiten respeto. Lo contrario, negarse sistemáticamente a aprender o utilizar la lengua local, envía un mensaje claro de desinterés por la cultura y la convivencia en el lugar de acogida, lo que inevitablemente genera rechazo y distancia.

Hablar catalán en lo cotidiano es también una forma de acceso a una riqueza cultural extraordinaria: desde la literatura medieval hasta la música contemporánea, desde la filosofía hasta las tradiciones populares. Aprenderlo no debe verse como una carga, sino como una oportunidad para ampliar horizontes.

Ahora bien, hay contextos en los que el aprendizaje básico no basta. Hablar en público ante los medios de comunicación, defender un caso en los tribunales o participar en un debate político requiere precisión, porque un error no es solo un lapsus: puede cambiar el sentido de lo que se quiere transmitir, con consecuencias graves. Cada palabra pesa, cada matiz importa, y por eso, en situaciones de especial responsabilidad, opto por expresarme en la lengua que domino mejor, aunque no sea la del territorio. No es una elección caprichosa, sino una medida de responsabilidad. Soy consciente de que muchos me critican por no hablar catalán en esos contextos, pero se trata de asuntos delicados y, sin el dominio suficiente, es muy probable que se me malinterprete en detrimento de los intereses que defiendo. Cosa distinta es en la vida cotidiana, donde la obligación moral es clara: esforzarse por comprender, aprender y hablar catalán si uno pretende vivir en Catalunya, ya sea por respeto hacia quienes nos acogen o por la oportunidad de descubrir una cultura rica y diversa.

En todo caso, hablar catalán —o intentarlo— en lo cotidiano es, en el fondo, una forma de decir: estoy aquí, quiero entenderte y quiero que me entiendas. Y esa voluntad, más que la perfección lingüística, es lo que verdaderamente construye la base del respeto mutuo y la integración.