El acuerdo entre Pedro Sánchez y Carles Puigdemont sobre la oficialización del catalán podría acabar trayendo mucha más cola de la que se prevé. A mí me ha hecho pensar en el pacto de San Sebastián de agosto de 1930. Aquellos acuerdos de mínimos entre las izquierdas catalanas y españolas también hacían volar palomas y también estaban cargados de ambigüedad y oportunismo, pero sirvieron de base para instaurar la Segunda República y multiplicaron los pleitos que llevaron hasta la guerra.

La lengua castellana ha hecho, en los últimos 50 años, la función coercitiva y aglutinadora que había hecho la monarquía entre 1640 y 1931. Tras ganar la Guerra Civil de la manera más bestia posible, Franco comprendió que la monarquía no volvería a tener la fuerza unificadora que había ido perdiendo durante el siglo XIX, y se dedicó a castellanizar la población a través del miedo y de los movimientos migratorios.

El régimen del 78 sirvió, sobre todo, para institucionalizar la política cultural y demográfica perpetrada por la dictadura. El rey Juan Carlos no habría podido tener una imagen amable y democrática, si nuestros padres hubieran llegado a la Transición leyendo, escribiendo, y haciendo negocios en su lengua. Si Franco no hubiera llevado el catalán al límite de la extinción, el corte con el pasado no habría sido lo bastante profundo, ni la monarquía lo bastante simbólica, para sostener los pactos de la Transición.

Ahora el castellano ha agotado su función histórica como base de la unidad española. Por un lado, se ha vuelto una lengua internacional, con el centro de creatividad cada vez más desplazado en la América Latina. Por otro, el catalán se ha fortalecido demasiado en su casa, y tiene demasiadas salidas en el mundo digital para que el Estado pueda residualizarlo de una manera democrática. La inteligencia artificial irá ablandando las fronteras lingüísticas, y las posiciones de PP y Vox sobre la unidad del catalán se volverán cada vez más ridículas y alienadoras.

El acuerdo de investidura de Sánchez presupone que el castellano ya no tiene más recorrido como herramienta de nacionalización, pero también que intentar disolver los Països Catalans con inmigrantes extracomunitarios traerá más problemas que soluciones. El PSOE presupone que Catalunya es una sociedad invertebrada, con pocas posibilidades de volver a levantar un liderazgo capaz de aglutinar a toda la nación. Si los políticos de la Transición ya se encontraron en una situación difícil para cohesionar el país, los nuevos liderazgos difícilmente podrán articular un nacionalismo lingüístico como el de Jordi Pujol en 1980.

El acuerdo del catalán, de entrada, tendrá una traducción mucho más folclórica que política, pero marcará un antes y un después en la política española

La política ha entrado en una fase de visceralidad y de incertidumbre. El PSOE intenta incorporar el separatismo a los pactos de la Transición para solucionar el encaje de Cataluña dentro de España y convertirse en el nuevo partido alfa del Estado. El acuerdo sobre el catalán es el anzuelo populista de una agenda más amplia que pasa por reformar el sistema de financiación y dar más recursos a las élites de Barcelona. Como en los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, España ha perdido el centro y esto ofrece peligros y oportunidades en igual medida.

El entorno de Waterloo no es el único actor político que tiene interés en que Puigdemont se pueda presentar a las próximas elecciones europeas con garantías de ser elegido. El Estado necesita ganar tiempo para pacificar Cataluña sin quedar en manos de los fantasmas que despertó con Vox. El acuerdo del catalán, de entrada, tendrá una traducción mucho más folclórica que política, pero marcará un antes y un. Como ya se vio con la financiación y con las consultas, cuando introduces un concepto en la agenda política es fácil que tienda a desarrollarse hasta su máxima expresión.

Igual que Gaziel avisó a Lluís Companys de que la República era la "engaño" más grande que los catalanes habían hecho a los castellanos, el acuerdo sobre el catalán dejará la España de los últimos 50 años en una situación muy incómoda. Por más que ahora se hable del gallego, el vasco, el asturiano o el aragonés, el único idioma que tiene capacidad para disputar los privilegios del castellano, y para transformar España en profundidad, es el catalán. Los políticos que utilizaron la autodeterminación para lograr un mejor trato fiscal con Madrid deberían tener presentes los peligros que supone usar ideas grandes de forma oportunista.

Es probable que la dinámica geopolítica nos obligue a elegir entre luchar para consolidar el catalán como lengua europea de primera división, dentro de España, o jugárnoslo todo a la independencia. Esta vez no podremos tocar todos los botones y esperar que nos venga a salvar una amnistía. Puigdemont y Sánchez han encontrado en la lengua una medicina para reavivar el denominado gen convergente sin afrontar las comedias del 1 de octubre. Pero el catalán toca elementos de la unidad del Estado incluso más profundos que la propia monarquía, y nadie podrá jugar con ello para restablecer el viejo juego político sin pagar las consecuencias.