Aunque se hable más que nunca, el castellano hace tiempo que ha perdido la capacidad de convertirse en la lengua común de la democracia española —como pretendían los padres de la Constitución y los militares que los vigilaban. Los socialistas lo intuyen y utilizan el catalán, el vasco y el gallego para defender los intereses de su partido y, de paso, cobrarse el trabajo sucio que hicieron en la Transición para frenar las aspiraciones de Catalunya y el País Vasco. El castellano es la lengua de los vencedores de la guerra civil. Pero la guerra cada vez queda más lejos, y las redes de intereses que el Estado construyó con los materiales defectuosos del franquismo hace tiempo que se van desmenuzando.
La cantidad no lo es todo, ni siquiera en una democracia. Los franceses pensaron que habría suficiente con enseñar su lengua a los inmigrantes para integrarlos, y tienen el país patas arriba. A los ingleses les ha pasado tres cuartos de lo mismo. Londres ha resistido mejor que París gracias al espíritu empírico de sus élites, pero la inmigración también se los empieza a comer por los pies, a pesar de la fuerza del inglés. El hecho de haber creado el idioma más rico, más culto y más hablado del mundo no les ha dado barra libre para jugar con todo. Ni siquiera los americanos se lo han podido permitir.
En España, el poder castizo que dirige el Estado también hace tiempo que ha perdido el mundo de vista. Durante el franquismo y la Transición, Madrid utilizó a los pobres del sur de España para intentar integrar Catalunya "en el idioma nacional". Durante muchos años pareció que saldría adelante. En 2011, José María Lasalle todavía me decía que nunca podríamos hacer la independencia porque Catalunya estaba llena de gente que hablaba castellano —un poco lo mismo que creía Artur Mas—. Ahora sabemos que la independencia no fracasó por razones sociolingüísticas, sino por la frivolidad de los partidos catalanes y la represión de la policía y los jueces de Madrid.
En 2018, cuando Oriol Junqueras regaló los votos a Pedro Sánchez para tumbar a Rajoy, nadie habría dicho que el PSOE acabaría defendiendo el plurilingüismo en Europa y en las instituciones españolas. Las posiciones de Sánchez se pueden tildar de oportunistas. Pero, en política, la oportunidad de la idea es casi tan importante como la idea misma. Los partidos de obediencia catalana —PSC incluido—, abrazaron la autodeterminación por razones electorales, pero también porque pensaban que podían defenderla sin riesgos excesivos después de 30 años de democracia. Fue así que se llegó al 1 de octubre.
El castellano ya no tiene detrás un proyecto político que vaya más allá del dinero y las comodidades particulares. Solo le queda un régimen deslegitimado y un batiburrillo de memorias inconexas
Con el plurilingüismo y con los socialistas españoles pasa un poco lo mismo. Una cosa era cuando la lengua castellana tenía detrás de la fuerza de un ejército movilizado por la pérdida del imperio, y por el peso simbólico de dos dictaduras y una guerra civil. Ahora el castellano ya no tiene detrás un proyecto político que vaya más allá del dinero y las comodidades particulares. Solo le queda un régimen deslegitimado y un batiburrillo de memorias inconexas que, muy a menudo, no tienen nada que ver ni con España ni con Europa. El castellano puede ser la primera lengua que aprenden los inmigrantes, o el idioma que hablan muchos catalanes. Pero como lengua común de la democracia española acabó de ir a la quiebra con el 1 de octubre y la pacificación del País Vasco.
Siempre se habla de la politización del catalán, pero el catalán no se politizaría si el castellano no se hubiera politizado primero, con armas y todo. Lo mismo pueden decir, y dirán cada vez más, los vascos y los gallegos. Tarde o temprano se empezará a acordar de que todos los territorios del continente que han perdido su lengua nacional se han convertido en agujeros negros. En algún momento, los políticos catalanes señalarán Marsella, Nápoles, Alicante o Perpinyà, como ejemplos a evitar. A medida que España necesite revitalizar la economía, los pensionistas del macizo de la raza tendrán que decidir si quieren imponer su idioma o cobrar a final de mes.
Sánchez lo sabe perfectamente. El monopolio político del castellano es un lujo que ni España ni los mismos castellanos se pueden ya permitir. No es casualidad que el País Vasco sea el único territorio del Estado con una economía y un índice de productividad decentes. También es el territorio que tiene más autonomía y que ha reavivado su idioma con más éxito. Catalunya, sin embargo, es un problema mayor. Es el auténtico problema, porque tiene una tradición civilizadora y una lengua culta más antigua que el mismo Estado, y porque sin la implicación de los catalanes la economía española no funciona, como se ha visto desde la crisis de 2008.
Sánchez necesita cambiar las reglas del juego para asegurar un futuro al PSOE y se pega a Catalunya para sostenerse, mientras espera que pase alguna cosa. El Rey también sufre y utiliza VOX como comodín para controlar las pulsiones autoritarias del PP y garantizar la continuidad de la monarquía. No es casualidad que los socialistas utilicen el plurilingüismo para tratar de construir una nueva épica democrática española. Con las primeras consultas independentistas, la literatura castellana perdió los cincuenta años de prestigio que la censura de Franco le había otorgado en Catalunya, y no solo no lo ha recuperado, sino que tampoco parece que el artículo 155 lo haya favorecido mucho.
El PSOE se pega al catalán con el punto de inteligencia y de cinismo con que, durante la Transición, se pegó al antifranquismo para fagocitar toda la izquierda. Las lenguas cooficiales se han convertido en un factor de arraigo y, por tanto, de orden y concreción en un mundo cada vez más inestable y disperso. La política no va de descubrir la sopa de ajo, sino de ver lo que todo el mundo mira y nadie ve, para adelantarse a los acontecimientos. De aquí salió el éxito de las consultas. De aquí ha salido la figura de Sílvia Orriols. Y eso es lo que hacen Sánchez y sus ministros cuando toman una demanda de Carles Puigdemont —el presidente exiliado, que no reconoce a los jueces de Madrid— y la ponen en el centro del debate político español para conservar el poder.