El verano de 1999 no fue un verano cualquiera en Terrassa. Una pelea entre jóvenes, durante una fiesta en el barrio obrero de Ca n’Anglada, degeneró en una serie de incidentes entre los vecinos y un grupo de magrebíes, que se saldaron con agresiones, destrozos y manifestaciones. Recuerdo perfectamente que los medios de comunicación hablaban de ello noche y día, en un mundo en el que todavía no existían las redes sociales. Seguramente para muchos fue el primer choque mediático con una nueva realidad que se imponía de manera silenciosa. Catalunya comenzaba a ser la tierra prometida de otro tipo de inmigración, después de décadas de inmigración castellana, andaluza, gallega y extremeña, entre otros lugares de procedencia. Me impactó particularmente ver, en TV3, a unas señoras indignadísimas con los recién llegados marroquíes, de los que decían (en castellano, naturalmente) que “llegan y no se integran, no hacen lo que hacemos aquí, no aprenden a bailar sevillanas”. Me quedé clavado en el sofá cuando lo oí. Resulta que lo propio de Ca n’Anglada, lo tradicional, era bailar sevillanas. Este era y es el marco mental de mucha gente que vino en los años cincuenta, sesenta y setenta: desarraigar la cultura catalana e implantar la suya, para después naturalizarla como si fuera la propia del lugar. Los antepasados de los habitantes originarios del lugar, reunidos alrededor de la masía de Ca n’Anglada y la ermita románica de Sant Cristòfol, no sabían nada de las sevillanas. Ni siquiera entendían el castellano. Aquellas señoras encarnaban aquella teoría que dice que, a menudo, los más racistas son los penúltimos en llegar, que ven amenazada su situación de cierto privilegio, sobre todo si les ha ido bien en el nuevo lugar de acogida. He recordado aquellos incidentes estos últimos días, a raíz del desalojo de la nave B9 por parte del Ajuntament de Badalona y la serie de incidentes sociales y políticos que ha generado.
Buena parte de la clase política ha escondido la cabeza bajo el ala durante muchos años, acusando de racista y xenófobo al primero que se atreviera a decir cualquier cosa en voz alta
Ahora me referiré a ello, pero todavía en relación con los incidentes de 1999 en Ca n’Anglada vale la pena recordar que, entonces, el sociólogo de Terrassa Salvador Cardús explicaba en El Temps que “la gente suele ser más paciente de lo que parece y va acumulando muchos problemas que al final estallan”. Además, añadía que “los políticos, para evitar una alarma social, los disimulan e incluso piden a los medios de comunicación que hablen con prudencia”. ¿No les suena, todo esto? Ha pasado un cuarto de siglo y estamos donde estábamos; muchos ciudadanos soportan en silencio las externalidades negativas de la inmigración, porque las hay, y buena parte de la clase política ha escondido la cabeza bajo el ala durante muchos años, acusando de racista y xenófobo al primero que se atreviera a decir cualquier cosa en voz alta. Esta presión institucional solo sirvió y sirve todavía para generar una colosal espiral de silencio, pero no afronta el problema de fondo. Y hoy en Badalona, como entonces en Terrassa, nos encontramos con que el conflicto latente estalla de manera incontrolada. Y hoy, en todo el país, esta cuestión se ha dejado pudrir y se ha convertido en un arma electoral de primer nivel, en la punta de lanza ideológica del extremismo que cabalga la política del mundo.
Ante esta realidad, existen diversas maneras de afrontar la realidad, que en el caso de Badalona quedan perfectamente al descubierto. Por un lado, tenemos a los racistas y xenófobos, a pie de calle o en las instituciones, que reclaman sin vergüenza que se expulse a esta gente de todas partes, con una posición reduccionista, sin separar el grano de la paja, deshumanizando a estas personas, hasta el punto de impedirles acceder a una iglesia para pasar la noche. En la escala de la miseria ética y moral, las personas que bloqueaban la puerta de la parroquia de la Mare de Déu de Montserrat tienen reservado un lugar de honor. Al otro lado, tenemos a los buenistas, que también podemos calificar de negacionistas del conflicto migratorio. Este sector también tiene una visión reduccionista de la realidad, según la cual todo es culpa de las desigualdades y, por tanto, las personas (las de aquí y las migrantes) no tienen ninguna responsabilidad personal. Todo es una cuestión política, de modelo económico y de lucha de clases. Para unos y otros las personas del B9, como el resto de personas migradas, no importan en absoluto porque son carnaza electoral, son ingredientes del argumentario político, son despojos humanos que se lanzan con catapulta sobre el ejército contrario. El “todos fuera” se rebate con “papeles para todos”, y a la inversa, sin que ninguno de los dos extremos se plantee nunca seriamente qué significa exactamente, cómo se haría y qué consecuencias tendría eso que proclaman alegremente. El nivel político baja y la demagogia sube: un síntoma de los tiempos que vivimos.
Hay una posición intermedia, que demasiado a menudo queda sepultada bajo la avalancha de los insultos y la agresividad de los dos extremos. La posición del medio es tildada de racista por los buenistas y de inmigracionista por los xenófobos, lo que, en el fondo, demuestra su virtud. Es la posición que defiende que los desalojos, tan justificados como el del B9, deben realizarse correctamente y con un punto de humanidad; es la posición que defiende que en Catalunya ya no cabe nadie más, pero que no quiere deportar a millones de personas, excepto los delincuentes; es la posición que defiende el control estricto del padrón ante quienes empadronan a cientos de personas en las oficinas de los servicios sociales; es la posición que defiende que, si un extranjero quiere vivir en nuestro país, debe aprender catalán o ya puede hacer las maletas; es la posición que defenderá siempre un migrante que arraigue en nuestro país, tenga ganas de formar parte de nuestra nación y contribuya a hacer grande Catalunya. Es, al fin y al cabo, la posición que ha hecho Catalunya tal y como es, con sensatez y orden, porque la geografía lo determina todo y nuestro país no es un archipiélago en medio del océano Pacífico. Nosotros no fijamos las reglas de juego; jugamos a un juego que nos viene hecho. Y el catalanismo debe ser capaz de articular una respuesta racional y comprensible ante el fenómeno migratorio que amenaza nuestra identidad, que no pase por el racismo descarnado ni por abrir las puertas a todo el mundo.
