Algunos independentistas encuentran especialmente dolorosas las críticas provenientes de los socialistas, tanto catalanes como del resto del Estado. Quizás es por aquello del internacionalismo de izquierdas, que quiere decir básicamente no recibir ni una migaja de comprensión a cambio de hacer lo que te manden desde la capital.

Después de contemplar impasiblemente la descomposición de su propio partido desde el comienzo de la transición, es un acto de fe esperar que los militantes socialistas muevan siquiera una ceja ante el retroceso en los derechos fundamentales individuales y colectivos que ha puesto de manifiesto el movimiento independentista catalán.

Ya hace muchos años que de los dirigentes (y militantes) del PSOE no se puede esperar nada. Por ejemplo, en los años noventa un tal Narcís Serra, del que hoy ni se oye hablar, fue ministro de Defensa y vicepresidente del Gobierno. Era, sin duda, el hombre fuerte de Felipe González, la Soraya de la época. Instauró una particular forma de gobernar a base de dossieres secretos elaborados por los servicios de inteligencia.

Dossieres que no sirvieron para advertir que el partido socialista ya estaba repleto de casos vinculados con la financiación ilegal, las comisiones irregulares, las recalificaciones de terrenos, o el caso más brutal de corrupción de las fuerzas de seguridad del Estado, el de un director general de la Guardia Civil que se enriqueció gracias a la concesión de obras para la construcción de casas cuartel del cuerpo.

Cuando dejó sus responsabilidades ejecutivas, Serra fue a parar justo en medio de la burbuja financiera como presidente de Caixa Catalunya, entidad que tuvo que ser intervenida por el Banco de España por la acumulación de tóxicos inmobiliarios durante el mandato del socialista catalán. Nos costó a todos un buen pellizco.

Las lecciones acostumbran a venir de quien menos autoridad moral tiene para darlas

Hasta aquí, un desastre. Pero retrocedamos 25 años más, porque durante los ochenta el PSOE todavía fue peor: fue la cuna de una organización terrorista. Desde el Ministerio del Interior (y quizás desde más arriba) se movilizaron fondos reservados para que un comisario y un inspector viajaran a Portugal y al sur de Francia para contratar a mercenarios vinculados a la ultraderecha, responsables finalmente de 27 asesinatos.

Mientras tanto, en el cuartel de Intxaurrondo, eran continuadas las torturas durante los mandatos de los ministros José Barrionuevo y José Luis Corcuera, que a la vez se dedicaban a condecorar sistemáticamente a los responsables de la represión violenta.

El crédito de un socialismo forjado en la clandestinidad durante la dictadura franquista se fue muy pronto por el desagüe de las cloacas del Estado: los GAL empezaron a matar sólo un año después de la famosa mayoría absoluta de Felipe González.

Duró muy poco la ética socialista.

Por si eso fuera poco, cuatro años más tarde se desdijeron de lo que habían defendido hasta el momento —incluso durante la campaña electoral del 82— y se posicionaron a favor del "sí" a la OTAN. Dejaron a su parroquia estupefacta, al cambiar drásticamente de la noche a la mañana su política de alianzas internacionales.

Otro día nos podríamos extender también sobre el papel de Ferran Cardenal, gobernador civil socialista durante los ochenta, obstaculizador en la sombra de todos y cada uno de los pequeños pasos incipientes del cuerpo de Mossos d'Esquadra. La policía catalana nació y se fue convirtiendo en lo que es hoy a pesar de la oposición tenaz e implacable del partido socialista.

Las lecciones acostumbran a venir de quien menos autoridad moral tiene para darlas. Una historia tan llena de sombras aconseja, cuanto menos, mantener la prudencia y, si fuera posible, también un silencio sepulcral.